Fines de los ´60 o principios de los ´70. Papá
andaba de pesca en la Unitaria I con compañeros de trabajo. En un día luminoso pescaban
anclados cerca del veril del canal de ingreso al Puerto de Montevideo. El veril
es la zona donde comienza más o menos bruscamente a profundizarse el canal.
Algo así como los bordes.
Les llamó la atención la velocidad a
la que navegaba un carguero saliendo de Puerto, con más máquina de lo habitual.
Pronto vieron el rizo que se formaba a todo lo largo del casco, que, a medida
que se acercaba se iba transformando en un gran ola beneficiada por la
profundidad del canal y el empuje del barco.
Papá calculó en fracciones de
segundo lo que pasaría con la chalana anclada y con varios adultos pesados a
bordo. Como siempre sucede cuando se ancla, la marea arrastra al bote tensando la
cadena del ancla. Cuando la gran ola llegara, la chalana, como todo corcho que
flota subiría por la ladera. Pero la cadena tensa lo impediría, sumergiendo la
proa en la ola y el bote sería arrasado por ella…
También había que contar con que alguno
de los tripulantes inexpertos reaccionara parándose y desequilibrando la
embarcación.
Sin dudar un segundo papá tomó la
maza que utilizaban para disminuir la agonía de los pescados y pegó con fuerza
en uno de los bancos:
-Al que se levante le doy con esto,
y acto seguido, dirigiéndose al que estaba a proa:
-Muniz, por favor recoja cabo del ancla,
y cuando la ola nos levante, vaya dándole cadena, así no se hunde la proa.
Así lo hizo el interpelado en medio
del estruendoso silencio y, cuando la pared marrón llegó hasta la chalana, con serenidad
le fue dando cadena, como si el bote fuera una cometa. Luego de interminables
segundos cuesta arriba, la proa temblando cada vez que Muniz cedía cadena, casi
hundida en la ola, llegaron arriba con sonoros suspiros. Para ver con espanto
que las olas eran dos y el bote ya descendía hacia la segunda, mientras se abría
un espacio entre ellas dejando a la vista el fondo de la bahía.
Para cuando llegaron abajo ya el
agua había cubierto el fondo. Sólo restaba esperar que el bote, calzado entre las
dos olas que amenazaban entrar por popa y proa pudiera trepar la segunda
cuesta. Así lo hizo, siempre con el agua contra la borda.
Nunca supe qué pasó al alejarse la
segunda ola ni si continuaron pescando, pero, conociendo a papá seguramente
convenció a todos que no habían pescado lo suficiente…