viernes, 29 de noviembre de 2013
martes, 26 de noviembre de 2013
martes, 19 de noviembre de 2013
sábado, 2 de noviembre de 2013
viernes, 1 de noviembre de 2013
Dalí escribiendo sobre los 700 años del vino Chateauneuf-du-Pape
El sábado pasado encontré en el hotel de la Barra un libro increible, escrito por Salvador Dalí: "Los vinos de Gala". Dedicado a su esposa Gala. Con un capitulo dedicado a cada uno de los grandes vinos franceses y una parte denominando a los vinos con figuras poéticas. Lleno de dibujos y pinturas. Un libro increible! De él extraje el capítulo sobre los 700 años del Chateauneuf-du-Pape, un vino casi mitológico que, por suerte un par de veces pudimos tomar (leer más abajo).
El Chateauneuf-du -Pape
Hace unos momentos que vacilo ante el camino de piedras que
serpentea bajo el sol. El calor amortigua los ruidos de la llanura, el viñedo
absolutamente inmóvil bebe la canícula; sólo el seco rechinar de los insectos
atraviesa el espesor de la luz. Es entonces cuando el hombre pasa cerca de mí.
Con las manos sólidamente hundidas en los bolsillos, tiene ese andar apoyado y
lento de las gentes de la tierra. Al cabo de algunos pasos, se da la vuelta y
me sonríe. “¿Se interesa usted por el vino, señor? Hay que amarle mucho para
hacerle cortesías con este calor. Pero si tiene ánimo para seguirme hasta lo
alto de aquella cresta, ¡no se arrepentirá!” Acomodo mi paso al del hombre y la
llegada a la cima me compensa, en efecto, del esfuerzo. Ante nuestros ojos se
extiende la llanura del Ródano, que el río corta con un centelleo de plata
líquida.
“Mire que hermoso, señor. Allá abajo, esa masa gris acurrucada
al borde del río es Aviñón y por allí, esa colina, con su pueblo apretado en
torno del castillo feudal es Châteauneuf-du-Pape. Nuestra historia se inscribe
entre esos dos puntos y es todavía hoy una de las más curiosas de los dos mil
años de Cristiandad, pues Dios y la vid han sido siempre verdaderos amigos.
“Yo soy la viña, yo soy la cepa cuyos tallos sois vosotros”, dijo Cristo y, si no he contado mal, la Biblia habla más de ochenta veces del vino. Ahora bien, el territorio de nuestra región es el único en el que se encontraron un día la viña y la Iglesia en la persona del primero de sus representantes, el propio Santo Padre. Así es como sucedieron las cosas.”
El hombre se ha sentado bajo la sombra estrecha de un ciprés y me indica un lugar donde pueda sentarme a mí y escucharle.
“E1 9 de marzo de 1309, durante la octava de la Epifanía Aviñón estaba a la espera desde la salida del sol. En las calles se podría contar, uno a uno, a los 6.000 habitantes de la ciudad y a no pocos de la campiña vecina, llegados para presenciar el acontecimiento. Imagínese, señor: Clemente V había elegido la villa para instalar en ella su residencia permanente. Ese Papa agradaba a los provenzales, ya que era viticultor propietario en tierras bordelesas. Así pues, desde el bajo pueblo a los más encumbrados personajes, todos avizoraban el extremo del puente de Saint-Bénézet por el cual Su Santidad llegaría de Francia. Cuando apareció la silueta, toda blanca, rodeada de sus cardenales, púrpuras como una de nuestras puestas de sol, estalló tal clamor de júbilo que descendió por el curso del Ródano y los de Tarascón e incluso los de Arlés pudieron escucharlo. Desde tiempo inmemorial, los provenzales no habían visto una acogida semejante. El acontecimiento sacudió a toda la Cristiandad.
¡El Papa se había instalado en Aviñón! Muy pronto la región recibiría como un hálito, pero también un gran choque.
La población se triplicó y bullía por las calles estrechas, cubiertas de toldos contra el sol. La ciudad, con sus monjes, sus prelados, sus servidores, sus embajadores, sus oficiales pontificios, sus clérigos, sus visitantes y sus curiosos, parecía un hormiguero en un día de verano. Para aislarse, para huir de los pedigüeños y de las intrigas, para trabajar, meditar y orar en silencio, el sucesor de Clemente V decidió buscar un lugar de retiro.
El nuevo Sumo Pontífice se llamaba Jacques Duèze y conocía bien la Provenza, pues había sido obispo de Fréjus. De manera perfectamente natural, su mirada recayó sobre Château-Calcenier, de donde, como su nombre indica, se obtenía cal. La aldea se encontraba a cuatro horas de Aviñón y además ya existía en ella un castillo construido por los Templarios. Naturalmente, había que adecuarlo para hacerle digno de un Papa. Pero Juan XXII, que tal era el nombre que Jacques Duèze había elegido para reinar sobre toda la Cristiandad, era un constructor que sembraría la región entera de castillos y conventos, y las cosas se demoraron muy poco. No tardó en llegar Dom Guillaume, intendente de las construcciones pontificias.
Tras él se instaló un bullicioso taller al aire libre, lleno de movimiento y de canciones.
Los canteros rompieron las rocas del Ródano, las almadías bajaron por el río transportando vigas para los carpinteros y los viñadores roturaron después la tierra con sus arados. Al lado del castillo había una veintena de “salmées”, unas diez hectáreas de tierra, que Su Santidad hizo plantar de vides. Como todos los grandes señores de su tiempo, su intención era crear y mantener un viñedo ejemplar en su dominio. La propiedad papal estaba rodeada por un largo muro, cuyos restos le mostraré luego. Así nació, no el primer viñedo de esta comarca, sino el primer Châteauneuf-du-Pape. Así, a golpes de escardillo, de maza, de llana, de pincel, de plomadas y de arados, el castillo adquirió un nuevo semblante. Un día de 1333 pudo acoger al fin a Juan XXII.
Los trabajadores y los habitantes de la aldea habían preparado una gran recepción en honor del ilustre convecino. Después de haber dicho misa por las intenciones de todos, el Papa, que había llegado a pie hasta su flamante viña, charló campechano con los viñadores. Examinó las viñas, contempló de cerca las hojas, tanteo los tallos.
Como la conversación se prolongaba, los cardenales empezaron a sentir que el tiempo se hace largo, sobre todo porque el sol caía como una losa de lava sobre sus vistosos hábitos púrpuras. Uno de ellos se aparto del ordenado cortejo para ponerse a la sombra, otro se sentó bajo un árbol y todos se abanicaban con sus grandes sombreros con borlas. Al ver la incomodidad de tan altos personajes, los aldeanos se apiadaron de ellos y, quien uno, quien otro, les llevaron unos frascos de vino. Invitaron primero a los de la comitiva, pues no sabían cómo ofrecerles vino a los cardenales, Pero uno de los príncipes de la Iglesia se acercó a ellos, seguido de sus servidores, y tomó una copa de manos de mi tata, tata y muchas veces tatarabuelo. Los demás siguieron su ejemplo y se animaron a beber con nuestros buenos aldeanos. Nuestro vino despierta la sencillez y la llaneza y además, en sus hermosos colores, los cardenales evocan sus grados pontificales. De joven, el Châteauneuf se viste de violeta episcopal, para tomar, al envejecer, un púrpura cardenalicio. En ese momento el Papa se dio la vuelta y pudo ver un cierto desorden entre su gente.
Sacó entonces suavemente un libro del bolsillo y, con una sonrisa maliciosa, anunció: “Quisiera leeros ahora unas pocas líneas. Las he escogido del Evangelio según San Juan. ”
Inmediatamente, los cardenales, los prelados, los señores, los camareros, los palafreneros y los coperos se levantaron en un gran revuelo de capas y vestimentas multicolores, ya que no es sino de pie como se escuchan ciertas palabras. Cuando todo el mundo se halló de nuevo en una respetuosa actitud digna de su corte, el Santo Padre comenzó a leer:
“Yo soy la viña, yo soy la cepa cuyos tallos sois vosotros”, dijo Cristo y, si no he contado mal, la Biblia habla más de ochenta veces del vino. Ahora bien, el territorio de nuestra región es el único en el que se encontraron un día la viña y la Iglesia en la persona del primero de sus representantes, el propio Santo Padre. Así es como sucedieron las cosas.”
El hombre se ha sentado bajo la sombra estrecha de un ciprés y me indica un lugar donde pueda sentarme a mí y escucharle.
“E1 9 de marzo de 1309, durante la octava de la Epifanía Aviñón estaba a la espera desde la salida del sol. En las calles se podría contar, uno a uno, a los 6.000 habitantes de la ciudad y a no pocos de la campiña vecina, llegados para presenciar el acontecimiento. Imagínese, señor: Clemente V había elegido la villa para instalar en ella su residencia permanente. Ese Papa agradaba a los provenzales, ya que era viticultor propietario en tierras bordelesas. Así pues, desde el bajo pueblo a los más encumbrados personajes, todos avizoraban el extremo del puente de Saint-Bénézet por el cual Su Santidad llegaría de Francia. Cuando apareció la silueta, toda blanca, rodeada de sus cardenales, púrpuras como una de nuestras puestas de sol, estalló tal clamor de júbilo que descendió por el curso del Ródano y los de Tarascón e incluso los de Arlés pudieron escucharlo. Desde tiempo inmemorial, los provenzales no habían visto una acogida semejante. El acontecimiento sacudió a toda la Cristiandad.
¡El Papa se había instalado en Aviñón! Muy pronto la región recibiría como un hálito, pero también un gran choque.
La población se triplicó y bullía por las calles estrechas, cubiertas de toldos contra el sol. La ciudad, con sus monjes, sus prelados, sus servidores, sus embajadores, sus oficiales pontificios, sus clérigos, sus visitantes y sus curiosos, parecía un hormiguero en un día de verano. Para aislarse, para huir de los pedigüeños y de las intrigas, para trabajar, meditar y orar en silencio, el sucesor de Clemente V decidió buscar un lugar de retiro.
El nuevo Sumo Pontífice se llamaba Jacques Duèze y conocía bien la Provenza, pues había sido obispo de Fréjus. De manera perfectamente natural, su mirada recayó sobre Château-Calcenier, de donde, como su nombre indica, se obtenía cal. La aldea se encontraba a cuatro horas de Aviñón y además ya existía en ella un castillo construido por los Templarios. Naturalmente, había que adecuarlo para hacerle digno de un Papa. Pero Juan XXII, que tal era el nombre que Jacques Duèze había elegido para reinar sobre toda la Cristiandad, era un constructor que sembraría la región entera de castillos y conventos, y las cosas se demoraron muy poco. No tardó en llegar Dom Guillaume, intendente de las construcciones pontificias.
Tras él se instaló un bullicioso taller al aire libre, lleno de movimiento y de canciones.
Los canteros rompieron las rocas del Ródano, las almadías bajaron por el río transportando vigas para los carpinteros y los viñadores roturaron después la tierra con sus arados. Al lado del castillo había una veintena de “salmées”, unas diez hectáreas de tierra, que Su Santidad hizo plantar de vides. Como todos los grandes señores de su tiempo, su intención era crear y mantener un viñedo ejemplar en su dominio. La propiedad papal estaba rodeada por un largo muro, cuyos restos le mostraré luego. Así nació, no el primer viñedo de esta comarca, sino el primer Châteauneuf-du-Pape. Así, a golpes de escardillo, de maza, de llana, de pincel, de plomadas y de arados, el castillo adquirió un nuevo semblante. Un día de 1333 pudo acoger al fin a Juan XXII.
Los trabajadores y los habitantes de la aldea habían preparado una gran recepción en honor del ilustre convecino. Después de haber dicho misa por las intenciones de todos, el Papa, que había llegado a pie hasta su flamante viña, charló campechano con los viñadores. Examinó las viñas, contempló de cerca las hojas, tanteo los tallos.
Como la conversación se prolongaba, los cardenales empezaron a sentir que el tiempo se hace largo, sobre todo porque el sol caía como una losa de lava sobre sus vistosos hábitos púrpuras. Uno de ellos se aparto del ordenado cortejo para ponerse a la sombra, otro se sentó bajo un árbol y todos se abanicaban con sus grandes sombreros con borlas. Al ver la incomodidad de tan altos personajes, los aldeanos se apiadaron de ellos y, quien uno, quien otro, les llevaron unos frascos de vino. Invitaron primero a los de la comitiva, pues no sabían cómo ofrecerles vino a los cardenales, Pero uno de los príncipes de la Iglesia se acercó a ellos, seguido de sus servidores, y tomó una copa de manos de mi tata, tata y muchas veces tatarabuelo. Los demás siguieron su ejemplo y se animaron a beber con nuestros buenos aldeanos. Nuestro vino despierta la sencillez y la llaneza y además, en sus hermosos colores, los cardenales evocan sus grados pontificales. De joven, el Châteauneuf se viste de violeta episcopal, para tomar, al envejecer, un púrpura cardenalicio. En ese momento el Papa se dio la vuelta y pudo ver un cierto desorden entre su gente.
Sacó entonces suavemente un libro del bolsillo y, con una sonrisa maliciosa, anunció: “Quisiera leeros ahora unas pocas líneas. Las he escogido del Evangelio según San Juan. ”
Inmediatamente, los cardenales, los prelados, los señores, los camareros, los palafreneros y los coperos se levantaron en un gran revuelo de capas y vestimentas multicolores, ya que no es sino de pie como se escuchan ciertas palabras. Cuando todo el mundo se halló de nuevo en una respetuosa actitud digna de su corte, el Santo Padre comenzó a leer:
“Yo soy la verdadera Cepa y mi Padre es el Viñador. Todo
sarmiento que está en mí y que no da fruto, El lo cercena; y todo sarmiento que
da frutos, El lo poda a fin de que de más frutos todavía.”
¡Así era nuestro Papa Juan!
Nos hizo construir un vino con cuerpo, un vino que tiene un tiempo, como la fe de los hombres. Y aun cuando con Urbano V la corte pontificia abandonó Aviñón, con un gran movimiento de barcas, los príncipes de la Iglesia se llevaron consigo la nostalgia de nuestros caldos. Habían conservado el gusto ronroneante de estas laderas, el del vino amado por el buen Papa Juan XXII.”
Nos hizo construir un vino con cuerpo, un vino que tiene un tiempo, como la fe de los hombres. Y aun cuando con Urbano V la corte pontificia abandonó Aviñón, con un gran movimiento de barcas, los príncipes de la Iglesia se llevaron consigo la nostalgia de nuestros caldos. Habían conservado el gusto ronroneante de estas laderas, el del vino amado por el buen Papa Juan XXII.”
El hombre guarda ahora silencio, y yo vuelvo a encontrar con
asombro uno de esos azares a los que, sin embargo, el vino nos ha acostumbrado.
Por ser la oreja para él un símbolo de
amor, Dalí pintó la de Juan XXIII.
Luego dibujó su coronación y compuso una vasta tela sobre el Concilio ecuménico que este Papa reunió imprimiendo un gran impulso a la cristiandad. El Santo Padre le recibió en 1960.
¿No es curioso constatar que Juan XXIII fuera, por el nombre, el sucesor directo de Juan XXII, el Papa Juan, que tan importante papel desempeñó en el origen del viñedo de Châteauneuf?
“El Papa Juan era un gran señor y, si usted tiene tiempo, le contaré el banquete que ofreció el 22 de noviembre de 1324 con ocasión de la boda de su sobrina. Para ese festín los intendentes no escatimaron las provisiones. En las bodegas se hizo entrar once cargas de vino. Entre ellas, la nuestra que había tenido que recorrer alguna distancia, se presentó engalanada y riente por participar en tan bella fiesta. Los matarifes sacrificaron 8 bueyes, 55 corderos y 8 cerdos. Las mujeres desplumaron varios miles de piezas, entre aves de corral, caza y aun pavos.
Los marmitones desescamaron toda clase de pescados. Después entraron los maestros cocineros, bien rollizos en sus ropajes tan blancos como la túnica de San Pedro. Lograron hacer verdaderas maravillas. Imagínese, señor, utilizaron 33000 huevos y tres quintales de queso. ¡Pero el festín bien valió la pena!
En una gran sala, decorada con los más bellos tapices pontificios, se habían tendido las mesas, que hacían daño a los ojos cuando el sol jugaba con los oros y los cristales. El maestro de ceremonias que dirigía la fiesta había concebido nueve servicios de tres platos cada uno. A1 principio, los invitados se ocuparon sólo de comer pero, al duodécimo plato, cuando ya el apetito de los comensales se hizo menos exigente, comenzaron las atracciones. A una señal del gran chambelán, las puertas se abrieron y un ejército de lacayos introdujo en el salón una enorme maqueta del castillo que reproducía hasta sus menores detalles.
Contenía -no me creerá usted- un ciervo, un jabalí, corzos, liebres y conejos en abundancia. Después del quinto servicio, los servidores empujaron al salón una fuente de la cual manaban cinco vinos diferentes. Su brocal estaba guarnecido de pavos reales, de faisanes, de perdices, de grullas y otras aves. Los escanciadores, que formaban parte de los Cuatro Oficios de la Servidumbre pontificia, llenaban las copas en los mismos chorros para contentar a los convidados. Todavía hoy tenemos una Escanciaduría de los Papas en Châteauneuf. Vela por nuestras hermosas tradiciones y, a aquellos a quienes quiere honrar, les entrega una llave con esta inscripción:
“Recibe esta llave que abre la puerta de nuestras bodegas y el camino de nuestros corazones”.
Los caballos piafantes, las trompetas, las oriflamas, el estruendo de las armas, las acciones violentas de los paladines debían ayudar a los invitados a digerir los alimentos y a prepararse así para el octavo servicio. Este terminó más plácidamente con un concierto, en el que el Maestro de Capilla pontificio puso toda su ciencia. Así, todos pudieron recobrar aliento para los postres. Los servidores sacaron después al centro del salón dos árboles, del tamaño de los de nuestro juego de bolos. Uno, todo verde, estaba guarnecido de frutas confitadas, que fueron siempre una especialidad del valle del Ródano. En cuando al otro, que refulgía como la plata, estaba decorado con manzanas, peras, higos y racimos muchos de los cuales venían de nuestras aldeas.
Luego dibujó su coronación y compuso una vasta tela sobre el Concilio ecuménico que este Papa reunió imprimiendo un gran impulso a la cristiandad. El Santo Padre le recibió en 1960.
¿No es curioso constatar que Juan XXIII fuera, por el nombre, el sucesor directo de Juan XXII, el Papa Juan, que tan importante papel desempeñó en el origen del viñedo de Châteauneuf?
“El Papa Juan era un gran señor y, si usted tiene tiempo, le contaré el banquete que ofreció el 22 de noviembre de 1324 con ocasión de la boda de su sobrina. Para ese festín los intendentes no escatimaron las provisiones. En las bodegas se hizo entrar once cargas de vino. Entre ellas, la nuestra que había tenido que recorrer alguna distancia, se presentó engalanada y riente por participar en tan bella fiesta. Los matarifes sacrificaron 8 bueyes, 55 corderos y 8 cerdos. Las mujeres desplumaron varios miles de piezas, entre aves de corral, caza y aun pavos.
Los marmitones desescamaron toda clase de pescados. Después entraron los maestros cocineros, bien rollizos en sus ropajes tan blancos como la túnica de San Pedro. Lograron hacer verdaderas maravillas. Imagínese, señor, utilizaron 33000 huevos y tres quintales de queso. ¡Pero el festín bien valió la pena!
En una gran sala, decorada con los más bellos tapices pontificios, se habían tendido las mesas, que hacían daño a los ojos cuando el sol jugaba con los oros y los cristales. El maestro de ceremonias que dirigía la fiesta había concebido nueve servicios de tres platos cada uno. A1 principio, los invitados se ocuparon sólo de comer pero, al duodécimo plato, cuando ya el apetito de los comensales se hizo menos exigente, comenzaron las atracciones. A una señal del gran chambelán, las puertas se abrieron y un ejército de lacayos introdujo en el salón una enorme maqueta del castillo que reproducía hasta sus menores detalles.
Contenía -no me creerá usted- un ciervo, un jabalí, corzos, liebres y conejos en abundancia. Después del quinto servicio, los servidores empujaron al salón una fuente de la cual manaban cinco vinos diferentes. Su brocal estaba guarnecido de pavos reales, de faisanes, de perdices, de grullas y otras aves. Los escanciadores, que formaban parte de los Cuatro Oficios de la Servidumbre pontificia, llenaban las copas en los mismos chorros para contentar a los convidados. Todavía hoy tenemos una Escanciaduría de los Papas en Châteauneuf. Vela por nuestras hermosas tradiciones y, a aquellos a quienes quiere honrar, les entrega una llave con esta inscripción:
“Recibe esta llave que abre la puerta de nuestras bodegas y el camino de nuestros corazones”.
Los caballos piafantes, las trompetas, las oriflamas, el estruendo de las armas, las acciones violentas de los paladines debían ayudar a los invitados a digerir los alimentos y a prepararse así para el octavo servicio. Este terminó más plácidamente con un concierto, en el que el Maestro de Capilla pontificio puso toda su ciencia. Así, todos pudieron recobrar aliento para los postres. Los servidores sacaron después al centro del salón dos árboles, del tamaño de los de nuestro juego de bolos. Uno, todo verde, estaba guarnecido de frutas confitadas, que fueron siempre una especialidad del valle del Ródano. En cuando al otro, que refulgía como la plata, estaba decorado con manzanas, peras, higos y racimos muchos de los cuales venían de nuestras aldeas.
¡Así era nuestro Papa Juan!
Gracias a él se supo que a lo largo del valle del Ródano, a lo largo de casi 200 kilómetros, desde los caldos de 1'Hermitage hasta Châteauneuf, se hacían unos vinos de apoteosis.
Un buen día tuvimos incluso la visita de Thomas Jefferson.
¡Que un presidente de los Estados Unidos se interesara por nuestro vino, enorgullece a cualquiera, señor, aunque se haya tenido un Papa entre los amigos! Así, nosotros estamos orgullosos de nuestro pueblecito, con sus dos mil habitantes, sus pocos “arpents” de piedras que el mundo nos envidia y su vino que hace descubrir a los que viven en malos climas el gusto de nuestro sol.”
Para asombrar a mi reciente amigo, cité entonces un dato descubierto en el curso de mis indagaciones:
“¿ Sabe usted que en el plioceno, es decir, en el terciario superior, se encuentran ya en el valle del Ródano vides, Vítís subíntegra P”?
“Tiene usted razón, señor, pero ¿no se encuentran labruscas por casi toda Europa? Lo importante no es que las vides silvestres arraigaran en nuestra región, sino que un día los campesinos se pusieran a podarlas, dándoles la posibilidad de transformar la luz en canción de los hombres. Nuestro Châteauneuf, penetrado por el canto de las cigarras, vibrante en su gloria de aroma provenzal y de resplandor, requiere trece especies de vides. Entonces, ¿se da cuenta que eso de Vítis subíntegra no quiere decir nada? No voy a citarle cada una de esas cepas, pero algunas de ellas son maestras: la garnacha calienta y aterciopela nuestros vinos, como si uno se envolviera en una capa abrigada, y la syrah les añade púrpura a su ropaje, les “viste”. La syrah me gusta por su misterio. Se dice que fue traída por los Caballeros Templarios, cuando la Orden abandonó sus guerras en Oriente. Si la anécdota es verdadera, nuestra syrah podría muy bien descender de esos viñedos de Shiraz por los que usted se interesa. Ya ve, señor, que existen uvas capaces de saltar de un capítulo a otro de su libro, porque el vino es uno, porque es un acorde, el esencial de un largo parentesco con los hombres. Asi, nuestras vides, conocen muchas historias y son capaces de hacer sonar en los oídos músicas fantásticas que se remontan muy lejos, tan lejos que en esa época nuestros antepasados no tenían quizá ni siquiera el acento.
En Marsella, que no se llamaba todavía Marsella, vivía un rey cuya hija estaba en edad de casarse. Gyptis debía ofrecer una copa de vino al elegido de su corazón, tal era la costumbre. Y he aquí que la princesa se detuvo ante un esbelto marinero griego. Euxenos era su nombre. Respetando la tradición, el rey los unió en matrimonio y, como aquellos navegantes habían traído productos de su país, también nuestras vides de racimos ásperos y duros fueron casadas con sus variedades ya seleccionadas. Nadie me quitará la idea de que nuestras labruscas se enamoraron de esas tunantas de plantas griegas, y sus hijos usted puede verlos a su alrededor. Es una bella dinastía la que Gyptis y Euxenos nos legaron. Después las vides remontaron hacia el norte.
Llegados a la confluencia del Ródano y el Saone, algunas se dirigieron hacia la suntuosa Borgoña y otras hacia el Jura y la Saboya, para elaborar esos vinillos secos que ponen fuego en las mejillas.
De manera, señor, que seis siglos antes de Cristo, nuestros viñedos exponían ya sus racimos al mistral que arrebata el alma de nuestros granos para acariciarla, comerla a besos, mimarla. Juntos, alumbraron un Châteauneuf-du-Pape enamorado de la reina de las cigarras, un vino de viento, un vino de acento, ardiente como el hálito de la carne que el deseo enciende. Jamás hemos dejado de sentirnos orgullosos de nuestro vino. Nacido en un lecho de piedras, posee la fogosidad de las juventudes difíciles cuando con guijarros nos elabora algunas migajas de placer. En la llanura, señor, yo gasto la reja de mi arado en dos horas, a causa de la capa de grava. Pero es una gran ventaja que el trabajo de un pueblo, de una tierra de piedras y de indiferencia pueda imaginar un vino de coraje y buena salud. Dios es ciertamente el mejor de los viñadores; con todo, le gusta que se le ayude a preparar la vendimia. En Châteauneuf-du-Pape lo sabemos y quisiera citar, para concluir, el brindis preferido de mi padre, viñador también: “Mi corazón sea cigarra, mi trabajo sea amor y mi vino sea impulso y entusiasmo”
Esos serán también mis votos, señor, para cada uno de sus amigos.”
Gracias a él se supo que a lo largo del valle del Ródano, a lo largo de casi 200 kilómetros, desde los caldos de 1'Hermitage hasta Châteauneuf, se hacían unos vinos de apoteosis.
Un buen día tuvimos incluso la visita de Thomas Jefferson.
¡Que un presidente de los Estados Unidos se interesara por nuestro vino, enorgullece a cualquiera, señor, aunque se haya tenido un Papa entre los amigos! Así, nosotros estamos orgullosos de nuestro pueblecito, con sus dos mil habitantes, sus pocos “arpents” de piedras que el mundo nos envidia y su vino que hace descubrir a los que viven en malos climas el gusto de nuestro sol.”
Para asombrar a mi reciente amigo, cité entonces un dato descubierto en el curso de mis indagaciones:
“¿ Sabe usted que en el plioceno, es decir, en el terciario superior, se encuentran ya en el valle del Ródano vides, Vítís subíntegra P”?
“Tiene usted razón, señor, pero ¿no se encuentran labruscas por casi toda Europa? Lo importante no es que las vides silvestres arraigaran en nuestra región, sino que un día los campesinos se pusieran a podarlas, dándoles la posibilidad de transformar la luz en canción de los hombres. Nuestro Châteauneuf, penetrado por el canto de las cigarras, vibrante en su gloria de aroma provenzal y de resplandor, requiere trece especies de vides. Entonces, ¿se da cuenta que eso de Vítis subíntegra no quiere decir nada? No voy a citarle cada una de esas cepas, pero algunas de ellas son maestras: la garnacha calienta y aterciopela nuestros vinos, como si uno se envolviera en una capa abrigada, y la syrah les añade púrpura a su ropaje, les “viste”. La syrah me gusta por su misterio. Se dice que fue traída por los Caballeros Templarios, cuando la Orden abandonó sus guerras en Oriente. Si la anécdota es verdadera, nuestra syrah podría muy bien descender de esos viñedos de Shiraz por los que usted se interesa. Ya ve, señor, que existen uvas capaces de saltar de un capítulo a otro de su libro, porque el vino es uno, porque es un acorde, el esencial de un largo parentesco con los hombres. Asi, nuestras vides, conocen muchas historias y son capaces de hacer sonar en los oídos músicas fantásticas que se remontan muy lejos, tan lejos que en esa época nuestros antepasados no tenían quizá ni siquiera el acento.
En Marsella, que no se llamaba todavía Marsella, vivía un rey cuya hija estaba en edad de casarse. Gyptis debía ofrecer una copa de vino al elegido de su corazón, tal era la costumbre. Y he aquí que la princesa se detuvo ante un esbelto marinero griego. Euxenos era su nombre. Respetando la tradición, el rey los unió en matrimonio y, como aquellos navegantes habían traído productos de su país, también nuestras vides de racimos ásperos y duros fueron casadas con sus variedades ya seleccionadas. Nadie me quitará la idea de que nuestras labruscas se enamoraron de esas tunantas de plantas griegas, y sus hijos usted puede verlos a su alrededor. Es una bella dinastía la que Gyptis y Euxenos nos legaron. Después las vides remontaron hacia el norte.
Llegados a la confluencia del Ródano y el Saone, algunas se dirigieron hacia la suntuosa Borgoña y otras hacia el Jura y la Saboya, para elaborar esos vinillos secos que ponen fuego en las mejillas.
De manera, señor, que seis siglos antes de Cristo, nuestros viñedos exponían ya sus racimos al mistral que arrebata el alma de nuestros granos para acariciarla, comerla a besos, mimarla. Juntos, alumbraron un Châteauneuf-du-Pape enamorado de la reina de las cigarras, un vino de viento, un vino de acento, ardiente como el hálito de la carne que el deseo enciende. Jamás hemos dejado de sentirnos orgullosos de nuestro vino. Nacido en un lecho de piedras, posee la fogosidad de las juventudes difíciles cuando con guijarros nos elabora algunas migajas de placer. En la llanura, señor, yo gasto la reja de mi arado en dos horas, a causa de la capa de grava. Pero es una gran ventaja que el trabajo de un pueblo, de una tierra de piedras y de indiferencia pueda imaginar un vino de coraje y buena salud. Dios es ciertamente el mejor de los viñadores; con todo, le gusta que se le ayude a preparar la vendimia. En Châteauneuf-du-Pape lo sabemos y quisiera citar, para concluir, el brindis preferido de mi padre, viñador también: “Mi corazón sea cigarra, mi trabajo sea amor y mi vino sea impulso y entusiasmo”
Esos serán también mis votos, señor, para cada uno de sus amigos.”
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