Horas plenas
Cuando en esa mañana calurosa de julio
de 2008 en Miami nos hicimos a la mar no podía saber que sería un día señalado
para dejar huella en mi memoria.
Navegaríamos con el velero y la
lancha hasta un sitio de poco calado donde quizás fuera posible caminar con el
agua en el pecho y almorzar allí. E incluso Ale y Pepe pensaban pescar.
A poco de zarpar se puso negro,
cayeron unas gotas y aumentó el viento. Iba al timón y Fede me preguntó si izaba
el spinaker para aprovecharlo. Encantado le dije que sí. Cuando la vela terminó
de inflarse el velero saltó hacia adelante y comenzó a navegar deslizando sobre
su panza. Placer total aunque tenía que hacer equilibrio para no caer y
mantener firme el rumbo.
Claro que en nuestro entusiasmo de fanáticos
no tuvimos en cuenta avisar al resto de la tripulación que tomaran precauciones
y revisar que todo estuviera bien atado. Como Giuli, que con sus dos añitos
dormía en una de las literas, o el microondas que experimentó el llamado de la
gravedad.
Así que, mientras el cielo se abría y
volvía el sol tuvimos que sujetar nuestras ansias de volar sobre el mar en aras
de evitar el alzamiento de la marinería comandado por Tati.
Poco rato pero absolutamente grabado a
fuego.
A mediodía, cuando anclamos, ya era un
día de verano en el trópico, calor, mucho sol y algunas nubes.
Almuerzo, pesca y baños fueron las actividades durante horas.
Al intentar arrancar el motor del
velero para retornar la transmisión se negó a mover la hélice, ruido sí, pero no tiraba del
barco. No había alternativa, la única opción era volver a pura vela. Estábamos
anclados a muchos kilómetros de Miami.
Con la perspectiva de un viaje largo y
lento solo quedamos en el velero Rosana, Fede, Lucía y yo. El resto se fueron
en la lancha. Me encantó que Lucía eligiera compartir el momento conmigo,
siempre compañera.
Faltaría una hora para la puesta del
sol cuando izamos velas con buen viento oeste soplando hacia Miami. Sería un
viaje de varias horas y con previsibles problemas por delante.
Tomé el timón y lo mantuve hasta el
final, bajo el capitanato experto de Fede. Sería mi primera singladura completa
al timón. Disfrute total, el pecho hinchado, el velero deslizándose a buena
velocidad, temperatura inmejorable, nubes, silencios, miradas cómplices con
Lucía, fotógrafa designada.
Con el último sol abriéndose paso
entre las nubes el océano se pintaba de amarillos y naranjas mientras el cielo
por el este viraba lentamente al verde típico del crepúsculo.
Luego de medir la velocidad con la
corredera y arreglar las velas Fede detalló cuáles serían los inconvenientes
legales y prácticos que tendríamos por delante. ¡Estaba prohibido pasar sin
motor por debajo del puente William Powell, que conecta el continente con
Virginia Key y Key Biscayne! El lugar, de unos cien metros de ancho presenta
siempre un tráfico intenso que necesariamente debe ser ágil. Pero, para un
velero presenta un problema adicional, la caída del viento bajo su arco puede dejar,
a una embarcación sin motor a la deriva, con el único impulso de la inercia y
riesgo de chocar con los extremos o con otra nave. ¡Multa o cárcel segura, como
mínimo!
Frente a esa eventualidad quedaba
pequeño el último de los problemas, atracar al
muelle con la pantalla de los edificios de veinte y treinta pisos que
podían eliminar casi por completo el viento.
Yo ya había pasado otras veces por
debajo del puente pero con motor, nunca en esas condiciones. A pesar de eso el
momento seguía siendo perfecto, mientras la oscuridad avanzaba tanto como
emergía la iluminada Miami, cada vez más cerca.
Fede, con los recursos de un marino
con experiencia, planificó pasar el puente con el motor acelerando al máximo,
de manera de cruzar entre las previsibles lanchas de la Guardia Costera
haciendo ruido.
Frente ya a la entrada, con una marcha
esperanzadora apareció la primera lancha roja oficial, lanzada a todo velocidad
como siempre. Nos ignoró y se perdió en la noche, mientras yo encaraba, muy
tenso al timón, al centro del canal, Fede, bichero en mano, listo para
maniobras de emergencia. Cuando cesó el viento bajo el puente nuestro silencio
era total, como si las palabras frenaran la marcha inercial del bote, midiendo
el desplazamiento contra el puente en lo alto y las protecciones de la entrada.
Cuando arriba las estrellas
sustituyeron al puente nos felicitamos por lo exitoso de la maniobra. Y nos
aflojamos…
De ahí en más mantener las balizas
verdes del canal a estribor para no encallar, tomar oblicuas las estelas de
otros barcos y disfrutar del paisaje increíble de las torres de la ciudad que
iluminaban nuestro camino en el océano.
Siempre en el silencio tan especial
del mar, que no interrumpe sino complementa el sonido del agua desplazada por
el bote y los ruidos del velamen.
Cuando a proa el Hotel Mandarín creció
lo suficiente volvimos al modo alerta. Había que planificar el viraje a babor
hacia el muelle, contra el viento menguante para aprovechar nuevamente la
inercia a la vez que Fede haría caer las velas para que no frenaran la marcha.
E inmediatamente tomar posiciones armados de bicheros para evitar un choque
contra el hormigón del muelle u otros barcos.
Dio resultado y evitamos golpearnos,
pero en un muelle que no era el buscado. Debíamos llevar al barco, tirando con
cuerdas desde los muelles a su amarra. La cuerda la llevó Fede sobre una tabla de surf. Se sumaron a ayudar los que
habían arribado horas antes así que en minutos pudimos atar el velero.
Era cerca de las 23 horas, estábamos
en tierra. Lucía y yo, más cerca que nunca, felices porque nos habíamos animado
a tomar el camino difícil juntos.