Con Carlos María Domínguez. En el marco de los 100 años de
su nacimiento, hoy el MNAV inaugura la exposición Via crucis, de Tola
Invernizzi, y se presenta la reedición de una biografía.
Con
el paso del tiempo, José Luis Tola Invernizzi
(1918-2001) se ha convertido en un quimérico patriarca al servicio de los
marginados, los necesitados, o aquellos que sólo se acercaban a escucharlo.
Testigo y profeta del declive de un mundo y del intrincado y salvaje
surgimiento de otro, Tola constituye una extraordinaria figura que conecta,
superpone y fusiona un sinfín de formas imprevistas: profesor de matemática,
pintor, grafitero, forzudo de circo –papel que interpretó en un rodaje
argentino–, bohemio, jugador, constructor y nadador hasta el cansancio. Pero
también gran seductor, militante contra el golpe de Estado de Gabriel Terra,
integrante del Partido Comunista, edil del Frente Amplio y luchador incansable
contra la última dictadura militar. De joven, solía frecuentar el café Metro
(donde se reunían Francisco Espínola, Juan Carlos Onetti y varios más) mientras
buscaba su camino en la pintura sin seguir ningún libreto. Convencido de su
compromiso con el arte y la vida, con su esposa, Milka, contribuyó a construir
las instituciones sociales de Piriápolis, donde vivió la mayor parte de su
vida: junto con los vecinos levantaron una policlínica, un liceo popular, un
gimnasio y, entre tantas obras, se encargaron del calabozo que, al poco tiempo, Tola inauguró como preso de la
dictadura, que se ensañó con él y su familia.
Su
primera exposición fue en Buenos Aires (en 1950) y recibió un aplaudido
reconocimiento crítico, entre el que se destacó el del escritor Manuel Mujica
Lainez (“Otro gol uruguayo”, tituló su nota). En paralelo a su lucha por la
libertad, la defensa de la aventura y la reivindicación del encuentro (su casa
de Piriápolis no sólo fue el refugio del pueblo, sino también de emblemas como
Juceca, Alfredo Zitarrosa y Mario Levrero, que comenzó a guardar sus cuentos
por insistencia suya), Tola comenzó a integrar el grafiti y el dibujo a sus
cuadros, en los que, como advierte Carlos María Domínguez en su íntima y
lograda biografía, La rebelión de la ternura –la nueva
edición de Banda Oriental se presentará hoy a las 19.00 en el Museo Nacional de
Artes Visuales (MNAV)–, “el feísmo, las rupturas de escala, las asociaciones
surrealistas y la deliberada desprolijidad estaban lejos del gusto burgués que
dominaba los salones de arte, como de la épica que alentaba el realismo social,
aunque las temáticas tuvieran una relación directa” con su lucha contra los abusos
del poder y los dilemas éticos.
Hoy
será la primera vez que la obra de Invernizzi llegue al MNAV, y lo hará con la
exposición de una de sus series más importantes: su relato del Via crucis, que pintó entre 1990 y 1991, y
que está integrado por 15 telas de gran tamaño. En el catálogo de la muestra,
la investigadora Vanina Arregui plantea que no es menor esta curiosidad que
genera que un artista del siglo XX, “no católico, comunista peculiar,
estéticamente transgresor y empapado de vanguardismo, haya tomado el Vía crucis para la que –creo–
podríamos considerar la más enorme de sus obras, tanto en términos literales
como metafóricos”. En esta importancia coincide su hijo, Claudio Invernizzi,
que destaca su mirada profana sobre un Cristo que, en definitiva, se emplea
para comprender el derrotero de la condición humana. Siempre por fuera del
tiempo y de las modas, Tola bromeó, en vida, con un posible epitafio, que hoy
interpela como un relámpago de desasosiego: “Joven pintor murió de viejo sin
llegar a madurar”.
¿Cómo fue tu vínculo con el Tola?
Lo conocí cuando estábamos haciendo la biografía de Onetti [Construcción de la noche, 1993] con María
Esther [Gilio]. Lo entrevisté porque sabía que había un vínculo entre ellos
dos; nos citamos en un bar y estuvimos hablando dos o tres horas. Ahí me
planteó toda su teoría sobre el erotismo de los años 40. Yo, obviamente, quedé
fascinado. Él murió en 2001, y después de hacer una apertura para El País Cultural, surgió la idea de hacer
esta biografía. A partir de entonces empecé a contactarme con la familia, los
amigos y la gente que lo había conocido.
¿Cómo fue el proceso del libro? Porque no es fácil ir registrando esa
personalidad entre el mito, el desborde, la entrega.
Al mito lo fui descubriendo de a poco. Lo que me interesó fue que, de pronto,
se explicitaba cómo, a partir de su ocultamiento de ciertas virtudes, generaba
la adjudicación de muchas otras por parte de los amigos.
Es interesante esa contradicción que planteás desde el comienzo, porque cuanto
más ocultaba sus hazañas, más temerarias se volvían.
Eso,
explícitamente, muestra cómo se conforma un mito popular, en una suerte de tensión
entre la timidez y la adjudicación de la fascinación de los demás. Esto fue muy
atractivo, y vertebró la idea de que el Tola fue haciendo una progresión, desde
una violencia gratuita a una organizada, y a sentir culpa por ella. Se trata de
un mito de bondad y fraternidad. Porque si ves la cantidad de amigos que
tejieron esa red solidaria, tanto en Montevideo como en Piriápolis, es
asombroso. Se descubre cómo, en los años 50, aquello que no hacía el Estado lo
asumían los vecinos. Hay una anécdota de que los milicos le pedían que a la
mezcla del calabozo le pusiera sal [para que fuera más húmedo], y él se negó
porque dijo: “Este lo voy a inaugurar yo”. Cada nueva aventura era una caja de
sorpresas.
En ese devenir
increíble entre su personaje, su obra y su vida, se evidencia que fue un
renegado de la lógica social, que prefirió el orden de la fantasía, el margen,
y el rechazo a la vida burguesa.
El Tola, con su vida de intensidad, desmiente toda esa moral pequeñoburguesa
tan típica de Uruguay, que pasa la vida luchando para garantizarse una vejez
tranquila. Fue un verdadero transgresor, y eso lo convirtió casi en un
personaje de ficción. El anecdotario es muy rico, pero más allá de eso, para
cualquier lector hay un orden interpelante en su vida. Y para mí también lo
fue. Él prueba que, contra toda la previsibilidad social y la moral de la
época, un hombre siempre tiene una aventura personal que cumplir. Y con qué
libertad la asumió.
Siempre acompañada de un
compromiso ético.
Ahí hay una zona que complejiza la moral y la ética, porque él no era un tipo
moral, pero sí era absolutamente ético, y tenía una ética personal, que también
compartía con otros personajes. Una buena biografía siempre traza el desarrollo
de una vida interesante, pero lo hace vinculándola al país, al contexto que
acompaña esa vida. A veces la vida de Tola puede impresionar por el periplo que
cumplen una generación y un país, que pasa de un despertar político después del
batllismo, alentado por la Revolución Rusa y excitado con la Guerra Civil
Española, pero con formas de la política que todavía no comprometían a la
integridad personal. Él decía que estaban “alimentados con la leche de la
clemencia”, porque ibas en cana una noche y al otro día te sacaba tu padre, no
eras un desaparecido. Al mismo tiempo, muchos compañeros de generación
compartían eso que decía el Tola, de que un hombre se definía por lo que era
incapaz de hacer, más allá de que fuera chorro o proxeneta, y ese era un pacto
de amistad con los demás. Después de los años 60 cambiaron muchas cosas, sobre
todo el sexo vivido como drama, como ejercicio de la individualidad, que era
algo vigente en esa época y que a partir de la liberación sexual es un
paradigma que se modifica radicalmente. Puede sonar un poco arcaico cuando él
dice que el goce mata, y no sólo el goce sexual, sino también el del poder.
Pero si le prestás atención, descubrís que eso le da una densidad interesante.
Y también cómo logró
conciliar ese mundo con su obra.
Él vivió una paradoja: su condición de pintor quedó un poco subsumida por el
atractivo y la fascinación que ejerció en otros órdenes de la vida. Es
paradójico que ahora, por primera vez, su obra ingrese al MNAV, cuando ya
pasaron tantísimos pintores uruguayos. Fue ninguneado en ese aspecto. Y se
trató de un adelantado a la estética de su época, porque él practicaba el
grafiti en sus cuadros; del expresionismo había tomado la integración de las
letras desde un punto de vista gráfico, pero no abandonaba el contenido.
Entonces, eso de decir “no pinto para mostrar, sino que muestro para decir”,
era realmente así. Y el libro lo va contando.
¿Cómo definirías su obra?
Porque para él los hechos plásticos eran un modo de apropiarse del mundo, de
discutirlo.
Sí, tiene una teoría del sentido del arte como una finalidad práctica, al menos
en los orígenes, y después como comunicación. En esto estaba un poco solo,
porque en esa generación de pintores él era un artista salvaje y un hombre que
no antepone la misión del arte sobre la fraternidad con el otro, o el atender
las necesidades del otro; el resto de los compromisos que un artista tiene en
su condición de hombre, digamos. Esto lo tenía muy claro, y justificó el
grabado y ese grafismo de su pintura. Si ves sus carpetas de grabado, son
maravillosas, porque cada serie se acompaña de un cúmulo de reflexiones sobre
cómo el arte ya no comunica; el dolor por sus hijos, la culpa de haber traído
al mundo condenados a muerte; las distintas etapas de la paternidad; el cuidado
de la mujer; y todas las puertas y ventanas que aparecen en su obra son fuertes
elementos simbólicos de esa concepción.
También propone una poética
muy definida, junto a una exploración constante que a veces llega al desamparo.
A su dibujo sobre la expulsión de Adán y Eva del paraíso, él lo vincula con los
desalojos. Ahí encontraría una preocupación por el desamparo, pero es un
ejemplo entre muchos otros. Es la idea de que el hombre, como Jesús, está
condenado a vivir el mundo sin un amparo que lo preserve de la muerte. Por eso,
es necesario asumir un destino. En esa época, en el campo de la pintura, la
influencia del taller de Torres García estuvo más preocupada por una ambiciosa
búsqueda a nivel formal. Y a Tola también le interesó, pero era alguien más
marginal, porque su temperamento era mucho más anárquico. No tenía ni la
investidura ni las pretensiones de cómo se debía presentar un artista. Y hoy
ver sus pinturas es asombroso, porque se descubre un expresionismo tan moderno
que cuesta imaginarlo en los años 40 o 50.
Yendo a la época de la
dictadura, en un momento dice: “A veces, uno pensaba: hay que agarrar una
ametralladora y matarlos a todos; pero en vez de eso, lo que agarraba era el
paquete de yerba y cigarros para los hijos”, que estaban presos. Este es el
momento de su mayor desamparo, además de que la familia se convirtió en un
emblema a combatir.
Y la represión en los lugares chicos fue muy fuerte, porque no tenías dónde
ocultarte; la presencia de la represión era ineludible. Se ensañaron con ellos,
que habían construido esa red de solidaridad con los vecinos de Piriápolis y
habían hecho tantas obras. A tal punto, que en un momento Mario y Claudio [sus
hijos] estaban presos, Milka deportada [por ser porteña], él –después de quedar
en libertad– haciendo ese triángulo entre los cuarteles. Fue una hazaña. Hay un
cuadro suyo que es una representación simbólica de lo que estaba pasando en su
casa, que muestra a un caballo desesperado, un toro echando fuego, una
serpiente recorriendo las habitaciones... De esa época hay pasajes muy
conmovedores, que confirman que la realidad nunca se deja atrapar ni
simplificar. Por eso creo que conocer esta vida te interpela; te obliga a
pensar.
https://ladiaria.com.uy/articulo/2018/9/el-camino-de-la-entrega/
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