Finalmente, mes y medio después de la detención supimos que ibamos a ser trasladados al Penal de Libertad.
En el camino a camioneta cruzó Bulevar Artigas y a través de la gran abertura que dejaban las dos hojas de la desvencijada puerta pude despedirme de casa con una mirada.
Tradicionalmente se ingresaba al Penal de Libertad por “La Isla”, que la dictadura llamaba “Sala de disciplina”. Así lo hicimos mis trece compañeros y yo entre el 28 y 29 de julio de 1983. Crudo invierno. Allí generalmente se pasaba un par de días en soledad, “de ablande”, para “entrar en ambiente” y aprender a fondo el reglamento interno del Penal. A mediodía bajamos de la camioneta militar y nos encontramos ante un edificio moderno de una planta bañado de sol, rodeado de pasto bien verde y macizos de flores. Dentro estaba pintado de blanco, bien iluminado. Hasta ese momento no estaba muy seguro de que eso fuera la Isla, no veía nada lóbrego, nada oscuro. Para que comprendan mejor mis primeras reacciones les cuento una anécdota que sucedió al año de estar allí, cuando la Cruz Roja logró autorización para ingresar. Un compañero se estaba entrevistando en la celda con uno de los visitantes y, para enseñarle cómo era el Penal le pidió que tomara un pancito que estaba sobre la mesa. Era un ejemplo de pan, dorado, de bonita forma, en fin, toda una tentación. El integrante de la Cruz Roja se negó, no iba a manosearlo! Ante la insistencia del compañero lo tomó, llevándose una sorpresa, ya que ese pan tentador era duro como un ladrillo. Instado, intentó romperlo sin lograrlo. “El Penal es como ese pan, lo que se ve no coincide con lo que contiene” remató el compañero.
Luego de completar el proceso para ingresarnos pasaron a quitarnos nuestras personalidades como ciudadanos, asignándonos números como futura única identidad -2864 el mío- y uniformizándonos con los famosos mamelucos grises similares a los de Auschwitz y Treblinka. En el hombro izquierdo un rectángulo de brillosa tela, formado por dos triángulos, uno rojo y el otro azul nos diferenciaba del resto de los presos, hecho que comprendimos tiempo después. El proceso se completó rasurando nuestras cabezas por completo. Nos entregaron el “Manual de comportamiento” y nos encerrados en las celdas individuales. Comencé a vislumbrar que no todo era sol, pasto verde y flores.
Quince celdas habían construido para castigar a los detenidos, con tres disposiciones diferenciadas por las “comodidades” que ofrecían al recluido. Con cama y mesa, ambas de hormigón las menos incómodas, con canilla; sin ellas las peores, solo amuebladas con un agujero redondo como baño en un vértice, un caño aplastado para el agua cuyo control pertenecía al carcelero y una reja que separaba el lugar para el preso de la puerta de la celda. En ese espacio vacío se colocaba durante el día el colchón arrollado. Me encerraron en una de estas últimas. Sentado en el suelo lo primero que noto es el profundo silencio, quebrado horas después por la llegada de la cena. Volvieron las dudas, el guiso estaba muy bien, en cantidad y calidad.
Recordé el anterior guiso carcelario, en los calabozos de Cárcel Central la noche de la detención, una masa inmunda con unos fideos blancos en una cacerola con mango, totalmente abollada y que abandoné a un costado, negándome a rebajar mi condición humana. El hambre, al final de ese día no era la principal de las preocupaciones. Antes de que apagaran la luz recibí una demoledora sorpresa, un paquete de comida familiar, todavía caliente. El impacto fue directamente en el pecho y me explotaron las lágrimas. Nunca, como hasta ese momento había sentido tan sólido y tangible el largo brazo de la solidaridad, encarnado en milanesas y café con leche caliente. Esas no fueron las últimas lágrimas ese día. Acostado en el camastro pensaba cuánto perdería de la vida de mis hijas durante los ocho años a los que me había condenado la justicia militar. Pero estaba convencido que la dictadura duraría menos que eso, así que espanté esas ideas lúgubres.
El almuerzo del día siguiente en La Isla no fue tan auspicioso, una hoja de repollo y pirón, ese antiguo aderezo hecho con fariña y caldo, que, si es hecho con cariño puede competir muy bien con la mayonesa.
Pasado el mediodía nos sacaron a caminar en la calle que corría paralela al edificio del Penal. Hacía frío y el viento traía del cercano Río de la Plata pesadas nubes grises.
Al formarnos volvimos a reencontrarnos los catorce, ahora pelados y enfundados en mamelucos grises. Una imagen sólo parecida a las de los campos de concentración nazis, porque ninguna cárcel en esa época usaba ese uniforme, pelaba a los presos y mucho menos sustituía su nombre por un número.
La primera visión del tristemente famoso edificio del Penal de Libertad no fue desagradable. El pasto cuidado a los costados de la calle y flores en canteros. El simétrico edificio de ladrillo y hormigón con sus ventanas enrejadas iluminado por un sol, momentáneamente triunfador sobre las nubes, no parecía un siniestro laboratorio de destrucción de personas.
Sonaba Bach en la red de parlantes.
Circundados por guardias comenzamos a realizar un recorrido circular en fila india por ambos costados de la calle, los brazos atrás, sabiéndonos cálidamente observados por gran parte de la “población reclusa”, que hacía dos años que no veía ingresar un grupo tan grande de nuevos presos. Señal inequívoca que afuera continuaba la resistencia.
Cualquier gesto hacia las ventanas estaba rigurosamente prohibido.
Tiempo después supimos que desde ese momento nuestro grupo tuvo nombre, “Otorgueses”, originado en nuestro distintivo rojo y azul.
El viento aumentó y trajo más barrigudas nubes negras. Cada vez me sentía mejor, mi optimismo visceral volvía por sus fueros. Lejos, tras el alambrado un tractor araba la tierra rodeado de bullangueras gaviotas. Olor a sal y a tierra removida.
Bach de fondo…
Me acordé del querido párrafo de Carpentier: “en el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, pues allí todo es incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo".
Estos no van a poder con nosotros, pensé…
Tampoco pudieron escuchar una queja cuando la tarde siguiente, casi al poniente, con un frío que nos calaba por la falta de abrigo, nos llevaron a bañarnos, con agua helada.
A los diez días de calabozo ya no tenía dudas del tratamiento que dispensaba el lugar a los presos. Ya estaba aprendiendo que algunos guardias disfrutaban del control de la canilla del agua, ya fuera para que la sed fuera permanente o para dejarla gotear por horas. Y que para los oficiales aburridos nada era más entretenido que ensayar discursos fascistas del otro lado de las rejas. Comencé a descubrir, a través de mi propia experiencia, cómo funcionaba esa máquina de picar carne. En forma planificada seguía los procesos de cada preso, construyendo un “historial“, funcionando como un gigantesco laboratorio de cuyas experiencias se servían regímenes similares al uruguayo, investigando formas más sutiles de anular opositores. Controlaban las cartas, escuchaban las conversaciones con los familiares a través del teléfono, los sargentos encargados de cada piso eran verdaderos maestros en el arte de obtener información de lo visto y oido, junto a soldados de la inteligencia militar entreverados en cada guardia. Todo coordinado por especialistas, principalmente por psiquiatras. Todo en medio de procesos de apriete y afloje, es decir sumergiendo a los presos en procesos alternados de gran tensión y posterior calma. Un día se amanecía con golpes en las puertas, provocaciones verbales, requisas violentas en las celdas en las que rompían todo, mezclaban la yerba con el jabón en polvo y con el dulce de leche, luego esa pasta era untada, con un libro como espátula, en las sábanas. O rompían las manualidades, robaban, o sancionaban quitando el recreo o las visitas. Prohibían la correspondencia, sonaban las alarmas y los soldados andaban con máscaras de gas. O en los recreos jugaban con las ametralladoras pesadas apuntando a los presos. Cuando se salía de la celda no se sabía si se volvería.
De repente un día volvía la calma; todavía entumecidos dentro de armaduras de músculos tensos comenzábamos a acostumbrarnos de a poco, con prevención, a la nueva situación. Cuando ya estábamos viviendo “normalmente”, se desataba nuevamente el terror. Y así, a lo largo de años. Al deterioro psíquico le seguía el físico, mala y discontinua era la atención médica y odontológica. Era asombroso ver la cantidad de pastillas que podía tomar diariamente una persona. Ir al Hospital Militar o al Supremo Tribunal Militar era una tortura más, a velocidad de suicidas, esposados cualquiera fuera la gravedad del enfermo o la edad.
Las conversaciones de los oficiales nos permitían medir el “estado de ánimo de la dictadura”, a nuestro ingreso alguno de ellos hablaban con soltura de una próxima vuelta al poder de “ellos”, pero no cometiendo nuevamente el error de dejar tantos testigos vivos en los Penales, “la próxima vez tiraremos al estómago” decían oficiales formados leyendo la revista El soldado, de amplia difusión en nuestro ejército, cuyo contenido fascista le parecería excesivo al mismo Goebbels, ministro de propaganda nazi. Donde se llegó a tratar de comunista al papa Juan Pablo II!.
A partir de lo dicho se podría plantear una pregunta: ¿cómo es posible que en medio de ese clima tantos años imperante, fuera tan baja la cantidad de compañeros perdidos para la sociedad, casi vegetales y tan bajo el número de suicidios inducidos? Se basó en la solidaridad irrestricta, el amor por el semejante, unidad férrea en la diversidad y claridad política. Unidad que significó regar y abonar todo lo que unía, y posponer las diferencias pero discutir siempre que se podía. Encarnábamos la frase de Carlos Chasale: “Yo tomo partido hasta cuando se discute la orientación del viento”. En esa unidad monolítica se estrellaron siempre los embates ideológicos y represivos de la dictadura. Se construyeron así vínculos del tipo que años después caracterizara Arturo Pérez Reverte: “No usó la palabra amigos sino camaradas, y entendí lo que pretendía decir. Los amigos son seres entrañables que la vida te depara. Los camaradas, no forzosamente amigos, son quienes han estado contigo allí. Sea donde sea.”
Dejar el tema acá, hablando sólo de las condiciones que imponía la represión sería haber pasado en vano esa experiencia. Falta lo principal, la vida... Los presos sabían trabajar y no temían el trabajo, que eran educados y que seguían educándose, que pintaban, repujaban, trabajaban maderas, eran alegres y se reían mucho. Los presos eran optimistas, con el optimismo del que sabía que la historia le daría la razón, que sus enemigos eran intrínsecamente débiles y que el pueblo era fuerte, de que la victoria estaba cerca y habría justicia pero sin revancha. En el Penal se festejaban los cumpleaños, los aniversarios, fin de año; se cantaba, se hacía música, se encaraban en forma madura las relaciones humanas y se crecía como seres humanos.
Los primeros minutos de libertad los viví en medio del calor de los abrazos de muchos de mis compañeros de trabajo y de la Facultad de Ingeniería, en torno al ómnibus de la cooperativa de transporte de pasajeros donde trabajo, encarnando una consigna tan querida por todos: “Obreros y Estudiantes Unidos y Adelante”!