«Cuando muere alguien querido, se desvanece el futuro que no compartiremos, pero también grandes regiones del pasado. Lo que vivimos juntos, la jerga íntima, las canciones, los chistes incomprensibles para el resto del mundo y los recuerdos quedan huérfanos igual que un zapato solitario. Tenemos que acostumbrarnos a un mundo podado, a una casa vacía. Todo sigue en su sitio, pero nos parece gastado, insulso y tedioso. A medida que pasan los días, disminuye la incredulidad de la ausencia, pero subsiste esa aspereza, como una miga alojada en la garganta, como un guijarro en las botas, y ese ardor sin freno que sube a los ojos […]
Ovidio relató en Las metamorfosis, donde abundan los personajes desgarrados, una leyenda sorprendentemente apacible sobre amor y muerte. Se cuenta que cierto día Júpiter y Mercurio bajaron a la tierra disfrazados de viajeros. Al llegar la noche, buscaron cobijo, pero sólo les acogieron dos ancianos, Filemón y Baucis, que compartían una pobre cabaña. En su desvencijado interior, se derrumbaba el techo, apuntalado con varas de madera. Baucis avivó el fuego con roncos soplidos, mientras Filemón salía al huerto a recoger frutas. Tambaleándose, Baucis preparó la mesa en el centro de la choza, usó un tiesto para calzarla y la limpió con una mata de menta. Sobre ella fue colocando un panal de miel, queso, dátiles, manzanas. Los anfitriones sonrieron disculpándose ante sus invitados, las arrugas se enmarañaron alrededor de sus ojos. “Somos dioses”, dijo Júpiter conmovido. “A cambio de vuestra hospitalidad os concederemos un deseo”. Filemón miró a Baucis y le susurró al oído. “Estamos muy unidos. Queremos morir juntos para que yo no vea la tumba de mi esposa ni ella tenga que enterrarme”. Júpiter les concedió más que eso. Llegado su día, los transformó en dos árboles —una encina y un tilo—, que siguieron vivos uno al lado del otro. Generación tras generación, los habitantes del lugar colocaban guirnaldas en sus ramas […]»