jueves, 26 de julio de 2018

Nuestro gingko cumple 19 años - Un "portador de esperanza" para los chinos




El 15 de agosto de 1999, "día del niño", plantamos un gingko en la vereda de la casa de mamá.


Nos inspiramos en el gingko de Hiroshima, el único ser vivo que sobrevivió en el epicentro de la explosión atómica y un año después brotaba de nuevo. Soportó las temperaturas extremas y la radiación.

Fue en un templo budista, el de Housenbou, donde sobrevivió a la bomba atómica junto con otros cinco ejemplares de su especie que se encontraban algo más alejados del epicentro. En la primavera de 1946 brotó de nuevo y aún hoy se mantiene vivo. Tiempo después, cuando se reconstruyó el templo, se remodelaron las escaleras de acceso formando una U para mantener intacto el ejemplar superviviente. En su pie hay una inscripción en la que puede leerse: "No más Hiroshima"

Más allá de eso es el único sobreviviente de una época muy remota, anterior a los dinosaurios y las flores, unos 270 millones de años y al que no le quedan parientes vivos. Por ello no tiene plagas, ni enfermedades ni hongos de la madera.



 El gingko de Hiroshima, luego de la explosión y en la actualidad.

Nuestro gingko sufrió repetidos daños causados por personas que se llevaban sus hojas para hacer té o simplemente para hacer daño.

19 años después logró tener un tallo derecho y unos 6 metros de altura, ya se defiende solo!










miércoles, 11 de julio de 2018

Jaime de chocolate - 90 años de Jaime Pérez




Ya me hubiera gustado a mi escribir algo así, Jaime lo merecía. Al que admiraba sin conocer por los cuentos de papá. Al que conocí de lejos en el Penal, todavía sin recuperarse del todo de las bestiales torturas. Y que luego traté, ya en libertad en su casa que yo conocía bien de tantas visitas a Tita, Jorge, Marina y Enrique. Con Jaime volví al Penal el 14 de marzo de 1985, día en que salían los últimos presos y yo cumplía 27 años. Nos encontramos en Bulevar Artigas y Burgues y me invitó a acompañarlo. Acepté y saqué su bandera por la ventana del auto, que llegó destrozada a las cercanías de Libertad.
Jaime el valiente que puso el pecho a la debacle ideológica de la izquierda a fines de los ochenta.
Al que lloré cuando murió, y que tanta falta nos hace ahora.


Jaime de chocolate

Aniversario del nacimiento de Jaime Pérez.

El avión se cayó. Fue el 13 de octubre de 1972. 45 personas quedaron atrapadas en la nieve. En los Andes. La mayoría eran pibes de 20 años. Jugaban al rugby. Eran fuertes y sanos. Casi todos, de Carrasco.

Yo empezaba el liceo. Me impactó. A los días me olvidé. Eran tiempos difíciles en mi patria: manifestaciones, desocupación, represión cotidiana, estudiantes muertos en las calles. La radio y la televisión también se olvidaron, porque la búsqueda cesó. Se los dio por muertos. ¿Cómo sobrevivir a las ventiscas, los aludes, a los 30 grados bajo cero y sin comida, cuando ni siquiera un resto de fuselaje había sido avistado?

72 días después, dos muchachos extremadamente flacos y exhaustos lograron visualizar a lo lejos a un ser humano –un arriero– y le avisaron que los “muertos” habían logrado sobrevivir. En pocas horas, rescatistas en helicópteros hicieron el resto. 16 volvieron a la vida. El Milagro de los Andes estaba consumado.

En Montevideo, mi padre –un hombre maravilloso–, atrapado en la ventisca que promueven los prejuicios, me explicó que “no era para tanto”. La lógica que menguaba toda épica estaba explicada por el hecho de que fueran hijos ricos, bien alimentados y con la adicional ventaja de haber llevado enormes reservas de chocolate en los equipajes.
Pasaron muchos años y fui reuniendo información. Pero, sobre todo, la lectura del sencillo y muy sincero libro de Fernando Parrado Milagro en los Andes terminó de forjar en mí la monumental estatura de aquella gesta, que hace ya mucho tiempo asimilo a lo mejor de la condición humana y a la rebeldía con mayúscula del ser uruguayo: “Prefiero morir caminando, y no esperando”.
***
Transcurre algo menos de un año y otro avión se cae. Pero ahora no es un viejo Fairchild, sino el gigantesco avión de la democracia que derriban, para su ignominia, las cúpulas del Ejército y la Fuerza Aérea, y más tarde la Marina, acompañada por una caterva de civiles golpistas. Era el 27 de junio de 1973 y, a pesar de los fuertes vientos reinantes y una tormenta que arreciaba, casi nadie podía intuir la tamaña catástrofe que finalmente se consumó.
En pocas horas, el pueblo uruguayo quedó sepultado bajo un alud de prohibiciones, miedos y tratos degradantes. El terror, que siempre hace lo suyo, confinó a muchos a “desensillar hasta que aclare”. Otros –como antes Parrado y Roberto Canessa–, sin embargo, prefirieron salir a caminar y no esperar.
Muchos caminantes fueron primero requeridos, luego perseguidos, después detenidos y torturados, y finalmente encarcelados. Otros muchos no tuvieron ni siquiera esa suerte, y desaparecieron.

Desde el primer día del golpe, hubo uno entre muchos miles que decidió caminar y abrir caminos para no dar tregua a la tiranía. Obrero peletero, hijo de inmigrantes, judío, edil, diputado y, al regreso de la democracia, senador. Desde siempre, caminante. Su nombre: Jaime Pérez.
Lo indecible lo padeció: diez años de cárcel y la tortura llevada a un extremo tal y en tantas oportunidades que sólo el atajo de la locura –y un físico moldeado por la natación en su temprana juventud– pudo arrebatarlo del silencio definitivo.

Después, cuando la sociedad del terror se disipó, los uruguayos –ahora más sabios– volvimos a andar. Jaime entre ellos y, aunque magullado, esencialmente íntegro. Pero, sobre todo, mucho más querido, mucho más respetado. Tan respetado y tan amado que no precisó acrecentar ni el ego ni el poder. Confiaba en su mirada: siempre profunda y dulce. Todo estaba ahí: las ventiscas y los aludes, los grados bajo cero y la falta de alimentos a partir de la caída. Pero también las infinitas reservas de chocolate que siempre lo acompañaron: su compañera, Tita, y sus hijos, Marina, Jorge y Enrique.

Pero fueron, sobre todo, sus convicciones inalterables y su explorar en carne propia las infinitas formas de la resistencia el más preciado chocolate en el equipaje de Jaime. Toneladas de amor desparramadas en la ternura de su mirar, porque nada hacía más feliz a Jaime que la felicidad de la gente, de su pueblo.

Luego quiso ir todavía más allá. Del dolor de perder la democracia aprendió, como muchos de nosotros, que con democracia se puede todo y que sin ella nada tiene sentido. Se digan los discursos que se digan: de derecha, de izquierda o de centro.

Cuando los 90 tiraron el Muro de Berlín y los “socialismos del este”, e implotó un mundo prometido como nuevo –nuevo y sin libertades, ¿cómo es posible?–, se obligó a iniciar un posgrado en democracia y la revalorizó a tal punto que ya no se trataba de luchar solamente por “más”: ahora había que descubrir y diseñar una etapa superior, en la que lograr ser “mejor”. Mejores libertades, mejores trabajos, mejor educación, mejor cultura. En definitiva, un desarrollo integral y mejor para el ser humano. Que no es lo mismo que sólo más desarrollo.

***

Hoy, 9 de julio, Jaime Pérez cumpliría 90 años. Sólo por eso quiero pedir algo.
Pocos ejemplares humanos he conocido como Jaime: tan bueno, intuitivo, honesto y valiente. Tanto que nadie que lo haya conocido de verdad pudo dejar de admirarlo. De todos los partidos, de todas las tendencias.
No hagamos como mi padre –un hombre maravilloso–, que en esa instancia de 1972 quedó atrapado en sus propios Andes, por la ventisca que promueven los prejuicios.
Seguramente, Parrado y Canessa nunca pensaron la sociedad de la misma forma que Jaime Pérez. Poco importa. Porque, en el profundo sentido que le asigno a la vida, forman parte de mi propia historia uruguaya. Los tres hicieron exactamente lo mismo: cuando el viento de la vida sopló en contra, salieron a buscar un destino caminando. Ninguno se quedó a esperarlo.


Iván Solarich es actor, director, dramaturgo y docente.
9 de julio de 2018 | Escribe: https://ladiaria.com.uy/periodista/ivan-solarich/ en https://ladiaria.com.uy/seccion/posturas/

martes, 10 de julio de 2018

Buenas noticias desde Tailandia - terminó el rescate en la cueva


 "Mamá, papá, los quiero. Estamos bien. No se preocupen", "Todos somos fuertes"

De tantas cosas que nos pasan por delante de los ojos esta me congració con los humanos: la que pudo ser una tragedia en la cueva de Tailandia.
Doce niños que junto a su técnico de fútbol quedaron atrapados cuando se refugiaron de la lluvia en una cueva.
Un cartel en la entrada advertía del riesgo de inundación, sin embargo se adentraron profundamente.
El adulto, responsable de la imprudencia (?), asumió el liderazgo y los sostuvo nueve días, racionando los alimentos que llevaban, él en ayuno total.
Y con meditación para tranquilizarlos, bajar el metabolismo y el consumo de oxígeno.
Cuando pudieron comunicarse con ellos, ¿qué reacción tuvieron los padres hacia él?
Agradecimiento…
La mayoría de los padres estaban muy conscientes que sin su liderazgo sus hijos no habrían sobrevivido…
Una sociedad diferente a la nuestra, sin duda…
Hoy están todos a salvo, espero enterarme del epílogo de la historia…

martes, 3 de julio de 2018