La casa de la tia abuela Quica, ya
abandonada a mediados de los sesenta tenía una pared larga de ladrillos y no
había vereda, sólo pasto alto. En verano nos zambullíamos en él jugando a la
escondida. Recuerdo claramente el olor del pasto que se nos pegaba a las
piernas y brazos transpirados y la picazón de los bichos colorados.
Nosotros
vivíamos enfrente. En esos tiempos que no teníamos televisión era habitual -si
no jugábamos a la escondida- que las últimas horas de los días calurosos del
verano las pasáramos sentados en la vereda contando los autos rojos que pasaban
por Bulevar Artigas, las persecuciones de prostitutas por la policía o
conversando. La calle sin luz permitía disfrutar del cielo que recuerdo siempre
negro y lleno de estrellas. A veces incluso seguíamos con la vista a los
primeros satélites. Papá enumerando cómo cambiarían algunos rasgos físicos de
los seres humanos fruto del progreso que vendría de la mano de la sociedad
socialista que aboliría el esfuerzo físico. Un recuerdo tira de otro y me
vienen brumosas palabras sobre sociedades futuras –que nosotros veríamos- en
que desaparecería la explotación del hombre por el hombre. Entusiasmaba.
Allá por 1966 un día apareció un
pintor y levantó unos andamios contra ese muro largo.
Preparó la pared y diagramó un gran
cartel que ocuparía todo el largo: “Sólo la Izquierda salvará al País” y abajo
la firma: Frente Izquierda de Liberación.
Un día de calor mamá cruzó y le
llevó agua fría en una botella plástica con forma de ananá que siempre estaba
en la heladera. De allí en más Anibal y yo nos turnábamos para llevarle alguna
cosa que hiciera más llevadero su trabajo político. Nuestra familia era la
oveja negra del barrio…
Y allí quedó el muro pintado,
mirando hacia Bulevar Artigas. Sobrevivió a la dictadura, igual que el Frente
Izquierda de Liberación.
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