Llevaba unas semanas en el Penal y
se acercaba la primera visita. Iba a ver a las nenas y algún familiar más! Qué
tensión! Todo el grupo estaba contagiado de esa efervescencia desde varios días
antes.
Me tenía preocupado el impacto del primer
contacto. Marina y Tati Iban a reencontrar a su papá pero mal tuneado, sin
pelo, con bigote y encima vestido como el gato Tom, todo de gris!
Para colmo el día anterior,
mientras repartía los libros
de la biblioteca, -una de las tareas asignadas a los reclusos- una mirilla de puerta, sólidos cuatro o cinco kilos de hierro
cayó en el momento que me agachaba a recoger un libro pegándome en la ceja
izquierda. Gran sangrado, varias puntadas pero sobre todo una gran venda, que
no fue más grande porque le pedí al médico que pensara que al día siguiente mis
hijas iban a creer que me maltrataban allí…
Llegó la mañana señalada y allá
fuimos en fila india los catorce otorgueses, como nos bautizaron los colegas
por la lejana similitud entre el rectángulo rojo y azul que llevábamos cosido al
mameluco y nos identificaba, con la bandera izada por Fernando Otorgués.
Manos atrás rumbeamos por el
descampado hacia el Locutorio. Seguramente el cielo gris oscuro sólo reforzaba una
imagen típica de cualquier campo de concentración. Pero íbamos felices, nos
esperaba gente querida! Si hubiéramos podido seguramente iríamos silbando. Nadie
prestaba mucha atención a las gordas gotas que empezaban a caer, aunque yo hubiera
preferido llegar seco. La bolsa de plastillera blanca puesta como capucha no
protegía demasiado. Cada tanto repasábamos la lista memorizada de cosas a
preguntar; si bien la vida corría afuera no queríamos dejar de estar.
Como llovía, la visita de las nenas “cuerpo
a cuerpo” -como decían los carceleros en su jerga- se desplazó al sótano del
Locutorio, un espacio amplio con luz artificial y suelo de baldosas amarillas
lisas.
Llegaron los besos y los abrazos con
Tati y Marina, “peladito” para acá, “peladito” para allá, mientras pasaban la
mano por la lija de la cabeza, tocaban el bigote adolescente y preguntaban por
el origen de las manchas oscuras en el mameluco. Recibieron sin drama el cuento
de la venda encima del ojo, después de todo, cada tanto, ellas también tenían
accidentes!
Me pusieron al día de sus cosas y de
las visitas a Silvia e intenté darles tranquilidad que nos iban a seguir viendo
regularmente y que la separación no sería duradera.
Pero el punto más alto de la visita
estuvo en los paseos sobre la bolsa de plastillera, en que yo las arrastraba a
toda velocidad sobre el piso liso, como si fuera un trineo. Inolvidables
carcajadas!
Y así quedó instituido el trineo
de plastillera como el juego indispensable para las visitas en días de lluvia!
Con el paso del tiempo el "trineo" se transformó en la bolsa en la que los familiares enviaban alimentos, ropa, materiales para trabajar, amor y solidaridad, una especie de Caja de Pandora pero al revés. En la relativa grisura de los días del Penal recibir la bolsa era un tremendo terremoto emocional, porque imaginaba las tremendas dificultades que habría tenido la familia para llenarla, aunque jamás lo expresaron.
Por eso me preocupé de llevar conmigo algo del trineo cuando abandoné el Penal: