Cuando éramos chicos había muchas actividades en casa que se repetían a lo largo de los años. La necesidad -como casi siempre- era el motor de varias de ellas, por ejemplo del tránsito de la lana. La reencarnación en diversas modalidades hasta llegar al deshilachado final o a la digestión de las polillas.
El proceso comenzaba naturalmente con la lana nueva, recién comprada. Cinco o seis ovillos, a veces de varios colores. Mamá cazaba las agujas y se ponía a tejer, seguramente un buzo o un saco con botones. A los pocos días alguien se lo ponía y comenzaba la vida de la lana. Años después, quizás con más de un dueño encima se terminaba esa etapa de su vida y se deshacía el tejido para permitirle asumir otra.
Cuando el tejido ya era historia y teníamos las madejas pasábamos a enrollar el hilo de lana en torno a un pedazo de cartulina, y comenzábamos a darle vueltas en torno para formar un ovillo esférico. Así hasta que llegara a dimensiones manejables.
¡Cuántas veces se nos escapaba de las manos el maldito e invariablemente se iba rebotando por el piso mientras rápidamente perdía obesidad!
Cuando el buzo o el saco ya se habían transmutado por completo en varias esferas peludas pasábamos a la segunda etapa del tránsito de la lana para reencarnar la materia prima en una nueva modalidad o la misma, mezclada con otros colores, de similares orígenes. Así podía surgir una bufanda u otro buzo.
En algún momento, dependiendo del estado de la materia prima llegábamos a la última y definitiva transmutación: la manta formada por multitud de rectángulos de colores variados unidos, que en su multiplicidad mostraban las vidas vividas por la lana entre nosotros a lo largo de los años.
1 comentario:
Muy bonito. Otra de las tantas costumbres que se van perdiendo.
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