Ya me hubiera gustado a mi escribir algo así, Jaime lo
merecía. Al que admiraba sin conocer por los cuentos de papá. Al que conocí de
lejos en el Penal, todavía sin recuperarse del todo de las bestiales torturas.
Y que luego traté, ya en libertad en su casa que yo conocía bien de tantas
visitas a Tita, Jorge, Marina y Enrique. Con Jaime volví al Penal el 14 de
marzo de 1985, día en que salían los últimos presos y yo cumplía 27 años. Nos
encontramos en Bulevar Artigas y Burgues y me invitó a acompañarlo. Acepté y saqué
su bandera por la ventana del auto, que llegó destrozada a las cercanías de Libertad.
Jaime el valiente que puso el pecho a la debacle
ideológica de la izquierda a fines de los ochenta.
Al que lloré cuando murió, y que tanta falta nos hace
ahora.
Jaime de chocolate
Aniversario del nacimiento de Jaime Pérez.
El avión se cayó. Fue el 13 de octubre de 1972. 45
personas quedaron atrapadas en la nieve. En los Andes. La mayoría eran pibes de
20 años. Jugaban al rugby. Eran fuertes y sanos. Casi todos, de Carrasco.
Yo empezaba el liceo. Me impactó. A los días me olvidé.
Eran tiempos difíciles en mi patria: manifestaciones, desocupación, represión
cotidiana, estudiantes muertos en las calles. La radio y la televisión también
se olvidaron, porque la búsqueda cesó. Se los dio por muertos. ¿Cómo sobrevivir
a las ventiscas, los aludes, a los 30 grados bajo cero y sin comida, cuando ni siquiera
un resto de fuselaje había sido avistado?
72 días después, dos muchachos extremadamente flacos y exhaustos lograron
visualizar a lo lejos a un ser humano –un arriero– y le avisaron que los
“muertos” habían logrado sobrevivir. En pocas horas, rescatistas en
helicópteros hicieron el resto. 16 volvieron a la vida. El Milagro de los Andes
estaba consumado.
En Montevideo, mi padre –un hombre maravilloso–, atrapado en la ventisca que
promueven los prejuicios, me explicó que “no era para tanto”. La lógica que
menguaba toda épica estaba explicada por el hecho de que fueran hijos ricos,
bien alimentados y con la adicional ventaja de haber llevado enormes reservas
de chocolate en los equipajes.
Pasaron muchos años y fui reuniendo información. Pero,
sobre todo, la lectura del sencillo y muy sincero libro de Fernando
Parrado Milagro en los Andes terminó de forjar en mí la monumental
estatura de aquella gesta, que hace ya mucho tiempo asimilo a lo mejor de la
condición humana y a la rebeldía con mayúscula del ser uruguayo: “Prefiero
morir caminando, y no esperando”.
***
Transcurre algo menos de un año y otro avión se cae. Pero
ahora no es un viejo Fairchild, sino el gigantesco avión de la democracia que
derriban, para su ignominia, las cúpulas del Ejército y la Fuerza Aérea, y más
tarde la Marina, acompañada por una caterva de civiles golpistas. Era el 27 de
junio de 1973 y, a pesar de los fuertes vientos reinantes y una tormenta que
arreciaba, casi nadie podía intuir la tamaña catástrofe que finalmente se
consumó.
En pocas horas, el pueblo uruguayo quedó sepultado bajo
un alud de prohibiciones, miedos y tratos degradantes. El terror, que siempre
hace lo suyo, confinó a muchos a “desensillar hasta que aclare”. Otros –como
antes Parrado y Roberto Canessa–, sin embargo, prefirieron salir a caminar y no
esperar.
Muchos caminantes fueron primero requeridos, luego
perseguidos, después detenidos y torturados, y finalmente encarcelados. Otros
muchos no tuvieron ni siquiera esa suerte, y desaparecieron.
Desde el primer día del golpe, hubo uno entre muchos
miles que decidió caminar y abrir caminos para no dar tregua a la tiranía.
Obrero peletero, hijo de inmigrantes, judío, edil, diputado y, al regreso de la
democracia, senador. Desde siempre, caminante. Su nombre: Jaime Pérez.
Lo indecible lo padeció: diez años de cárcel y la tortura
llevada a un extremo tal y en tantas oportunidades que sólo el atajo de la
locura –y un físico moldeado por la natación en su temprana juventud– pudo
arrebatarlo del silencio definitivo.
Después, cuando la sociedad del terror se disipó, los uruguayos –ahora más
sabios– volvimos a andar. Jaime entre ellos y, aunque magullado, esencialmente
íntegro. Pero, sobre todo, mucho más querido, mucho más respetado. Tan
respetado y tan amado que no precisó acrecentar ni el ego ni el poder. Confiaba
en su mirada: siempre profunda y dulce. Todo estaba ahí: las ventiscas y los
aludes, los grados bajo cero y la falta de alimentos a partir de la caída. Pero
también las infinitas reservas de chocolate que siempre lo acompañaron: su
compañera, Tita, y sus hijos, Marina, Jorge y Enrique.
Pero fueron, sobre todo, sus convicciones inalterables y
su explorar en carne propia las infinitas formas de la resistencia el más
preciado chocolate en el equipaje de Jaime. Toneladas de amor desparramadas en
la ternura de su mirar, porque nada hacía más feliz a Jaime que la felicidad de
la gente, de su pueblo.
Luego quiso ir todavía más allá. Del dolor de perder la democracia aprendió,
como muchos de nosotros, que con democracia se puede todo y que sin ella nada
tiene sentido. Se digan los discursos que se digan: de derecha, de izquierda o
de centro.
Cuando los 90 tiraron el Muro de Berlín y los “socialismos del este”, e implotó
un mundo prometido como nuevo –nuevo y sin libertades, ¿cómo es posible?–, se
obligó a iniciar un posgrado en democracia y la revalorizó a tal punto que ya
no se trataba de luchar solamente por “más”: ahora había que descubrir y
diseñar una etapa superior, en la que lograr ser “mejor”. Mejores libertades,
mejores trabajos, mejor educación, mejor cultura. En definitiva, un desarrollo
integral y mejor para el ser humano. Que no es lo mismo que sólo más
desarrollo.
***
Hoy, 9 de julio, Jaime Pérez cumpliría 90 años. Sólo por eso quiero pedir algo.
Pocos ejemplares humanos he conocido como Jaime: tan
bueno, intuitivo, honesto y valiente. Tanto que nadie que lo haya conocido de
verdad pudo dejar de admirarlo. De todos los partidos, de todas las tendencias.
No hagamos como mi padre –un hombre maravilloso–, que en
esa instancia de 1972 quedó atrapado en sus propios Andes, por la ventisca que
promueven los prejuicios.
Seguramente, Parrado y Canessa nunca pensaron la sociedad
de la misma forma que Jaime Pérez. Poco importa. Porque, en el profundo sentido
que le asigno a la vida, forman parte de mi propia historia uruguaya. Los tres
hicieron exactamente lo mismo: cuando el viento de la vida sopló en contra,
salieron a buscar un destino caminando. Ninguno se quedó a esperarlo.
Iván Solarich es actor, director, dramaturgo y docente.
9 de julio de
2018 | Escribe: https://ladiaria.com.uy/periodista/ivan-solarich/ en https://ladiaria.com.uy/seccion/posturas/