lunes, 27 de diciembre de 2010

La balsa

Las doce campanadas


“Cenicienta obedeció y trajo una hermosa y amarilla calabaza. El hada la tocó con su varita mágica y la convirtió en una preciosa carroza. Luego, hizo lo mismo con los ratoncillos, convirtiéndolos en hermosos y blancos corceles. Al perro y al caballo los convirtió en el cochero y el lacayo. Ya sólo faltaba proporcionarle un bello vestido para la fiesta. El hada tocó con su varita el hombro de la muchacha y, ¡Dios mío!, se convirtió en una princesa resplandeciente. La única condición que le puso el hada, fue que antes de que dieran las doce campanadas, debía abandonar el baile, porque todo volvería a su ser.”

Extracto de Cenicienta, de los Hermanos Grimm sobre cuento tradicional alemán

viernes, 24 de diciembre de 2010

Amenaza a los sábalos de Villa Soriano

Hasta que me topé con Bourdain fantaseaba con un restaurante


“Durante los primeros años un restaurante exitoso te obliga a vivir en el local, a trabajar diecisiete horas al día, pendiente por completo de cada uno del os muchos intríngulis de tan complicado, cruel y veleidoso comercio.  Tienes que hablar con soltura no solo español sino las lenguas cabalísticas de los códigos de salud, las leyes impositivas, las regulaciones del departamento de incendios, las leyes de protección ambiental, los códigos urbanísticos, la seguridad laboral, las normas sanitarias, la legalidad de los contratos de trabajo, la distribución de zonas, los seguros, los caprichos, los vericuetos y el amiguismo para conseguir la licencia de despacho de bebidas alcohólicas, el mundo infernal de la recogida de basura, la provisión de mantelería, la forma de deshacerte de los residuos grasos. Y, cuando has invertido cada centavo conseguido en el negocio, de pronto los sumideros de la cocina escupen las aguas servidas y cientos de litros de mierda irrumpen en el salón comedor; tu chef pasado de cocaína le ha llamado “chinita de mierda” a la camarera asiática –que con tanto esfuerzo estudia leyes-, detalle que te garantiza seis meses de estar obligado a acudir a los tribunales; el barman le está regalando bebidas a las chicas menores de Wantagh, de modo que cualquiera de ellas pueda estrellar el Buick de papi contra un autobús cargado de angelicales estudiantes, poniendo en peligro por lo menos tu licencia para vender bebidas alcohólicas; la instalación eléctrica salta y deja a oscuras la cocina, en medio de una noche que creías iba a proporcionarte diez mil dólares. Y entretanto, sigue la lucha contra las cucarachas y los roedores…”

Anthony Bourdain. Confesiones de un chef.

martes, 21 de diciembre de 2010

La compañía de la alegría

Por parte de mi bisabuelo materno eran tres hermanos, todos casados, de apellido Spaccamiglio. Hacia fines de 1800, principios de 1900, ellos se ocupaban de entretener a la gente en las fiestas, en los casamientos y en los bautismos, y tenían lo que hoy sería un servicio de catering que se llamaba La compañía de la alegría. Mi mamá recuerda haber participado, siendo chiquita, de estas fiestas como ayudante de cocina, lavando los platos, los cubiertos, las ollas de barro. Se acuerda de que era una gran movida familiar en la que participaban todos: hombres y mujeres, y también los niños. Llevaban la comida con los caballos para cocinarla luego en los campos donde se realizaban las reuniones, que duraban dos, tres, cuatro y hasta cinco días.”

Fragmento del libro Cucina Paradiso, de Donato De Santis

domingo, 19 de diciembre de 2010

Raices al sol

Esas vidas desnudas

Esas vidas desnudas

Arturo Pérez Reverte

Acaba de recordármelo una fotografía tomada tras el hundimiento de un edificio en Madrid: la huella de sus habitaciones y de las vidas que las poblaron, impresa en las paredes del edificio contiguo como en el corte vertical de una tarta de varios pisos, o esas antiguas casitas de muñecas que podían abrirse para ver el interior con muebles diminutos. Huellas de peldaños que ya no llevan a ninguna parte, fotografías enmarcadas, un sillón en precario equilibrio sobre una cornisa de suelo roto, un dibujo sujeto con chinches junto a una cama infantil, la pared del cuarto de un joven con diana de dardos en la pared, estante con libros y póster de grupo rockero... Restos de existencias arrancadas de allí por el azar, la desgracia, la mano oculta de un jugador desprovisto de sentimientos que mueve piezas en un tablero frío como el universo. Que mata, hiere, rompe, mutila, porque el bien y el mal se funden en su implacable simetría. En su terrible naturaleza. La imagen, que coin­cide con otras que llegaron hace poco de Haití, me transporta a tiempos y lugares donde esa clase de imágenes, por repetidas hasta la monotonía, ni siquiera eran noticia; sólo paisaje habitual a uno y otro lado de las calles por las que caminaba pisando cristales rotos, espantado no por el horror inmediato -a todo se hace uno con el hábito y la lucidez forzosa-, sino por la mano despiadada que había tajado sin que le temblara el pulso, con su cuchillo de carnicero cósmico, aquellos edificios y las vidas que contenían. La regla helada, impasible, que se advertía detrás de aquella desolación y aquel silencio.
También está la melancolía. Otro recuerdo de los suscitados por esa fotografía tiene que ver con un antiguo edificio que durante muchos años fue escenario de mi infancia familiar, y que más tarde, derribado casi por completo, mantuvo demasiado tiempo alguno de sus muros desnudos impúdicamente expuesto a la mirada pública, con mi memoria impresa en él, visible cada vez que me detenía allí: huellas de muebles, apliques de lámparas y cuadros en las paredes, empapelado, azulejos de la cocina, restos de baldosas y escaleras. Rastros de un paisaje entrañable, de juegos infantiles, de calor y de cobijo. Del paraíso perdido del que tarde o temprano te expulsa el tiempo. Ante aquel triste aspecto de un lugar para mí tan amado y conocido, cuyo plano y detalles podía -todavía puedo- reconstruir minuciosamente en la memoria, llegué a experimentar, a veces, intensos sentimientos de nostalgia. De pérdida irreparable. Y si en mi caso el despojo se debía exclusivamente a la convicción del paso de los años y la ausencia paulatina e inevitable de seres queridos -nada especialmente dramático cuando se considera con arreglo al orden natural de las cosas-, imagino el desconsuelo de quienes contemplan las huellas de sus propias vidas en las paredes de antiguos hogares después de sucesos trágicos, pérdidas graves, golpes brutales de los que aniquilan cuanto el ser humano posee, o cree poseer.
Esa es la razón de que las imágenes de esas existencias desnudas, los cortes verticales de edificios descubiertos de un día para otro por catástrofes naturales, guerras o siniestros azares del destino, me conmuevan especialmente. Me pongan -disimulen la mariconada- algo blandito por dentro. Más, incluso, que los cuerpos sepultados bajo los escombros. Hay en esas paredes algo que revela la parte indefensa, y tal vez la mejor, del ser humano. De cualquiera. De todos. A ver qué miserable o canalla entre los millones que adornan el paisaje, por mucho que lo sea, no tiene un rincón noble en alguna parte. Una retaguardia íntima, privada, hecha, incluso para los peores entre nosotros, de afectos, lecturas, músicas, sueños, amores, ternuras. La habitación de un hijo, el dormitorio de una madre con su crucifijo en la pared, el póster del Che, la foto de boda de los padres o los abuelos, el retrato de un niño que fue feliz o no lo fue, la cama donde se ama, se sueña o se tienen pesadillas, la estantería con libros que ayudan a vivir otras vidas, a planear futuros o a consolar pasados. Asomarme involuntariamente a esa parte al descubierto de cada uno de nosotros me conmueve e incomoda, pues hace vacilar la confortable certeza, tan útil en tiempos de crisis -y todos los tiempos lo son- de que el ser humano tiene siempre lo que se merece. Esa exhibición desconsiderada, impúdica, de tantas vidas desnudas, dispara también curiosos mecanismos de solidaridad frente al verdugo cósmico que juega con nosotros al ajedrez. Con fotografías como la que comento, con paisajes parecidos, o peores, que a mi pesar conservo en la memoria, me gustaría tener delante a ese jugador improbable y decirle: oye, desvergonzado hijo de la grandísima puta. A un ser humano se lo mata, si tales son las reglas. De acuerdo. Pero no se lo humilla. No se lo desnuda así, en público, en lo que es y lo que fue.

Esperando el marco

Treinta y tres cruces que no fueron

TRIBUNA: HERNÁN RIVERA LETELIER

Treinta y tres cruces que no fueron

HERNÁN RIVERA LETELIER 14/10/2010
Cinco de agosto de 2010. Mina San José. Desierto de Atacama. Treinta y tres mineros atrapados a 700 metros bajo tierra.
El rescate de los mineros chilenos es una lección de vida para la humanidad entera
Lo que les viene ahora es el infierno del espectáculo, de los sets de televisión
Primero fueron las carpas solitarias de los familiares. Llegaron a la mina con banderas, con santitos, con velas de duelo, con fotografías de los padres, de los esposos, de los hermanos, de los hijos enterrados allá abajo. Mientras comenzaba el rescate allí se quedaron, día y noche, rezando, llorando, blasfemando, exigiendo justicia, soportando el viento y el tierral inclemente, el calor durante el día y el frío atigrado de la noche. Y cuando todo hacía suponer que el drama terminaría como siempre, que allí, sobre la mina convertida en fosa común, iban a aflorar 33 cruces de animitas, iguales a las cientos que se alzan a lo largo del desierto chileno, sube desde las profundidades el mensaje que estremece a todos: los hombres están vivos.
Fue el comienzo de un espectáculo de espejismo. Como en un desfile de feria comenzó a llegar una muchedumbre que alborotó la tranquilidad del desierto: payasos de semáforos, predicadores evangélicos, actrices de telenovelas, millonarios excéntricos repartiendo millones como embelecos, modelos, humoristas, políticos, presentadores de televisión y miles de periodistas de los más lejanos países del mundo. Y de la noche a la mañana, en medio de un gran desorden y confusión de lenguas, apareció un pueblo de Babel que en su momento de apogeo tuvo una población de más de 3.000 personas.
La historia del desierto de Atacama está coronada de tragedias (como una larga muralla coronada de vidrios rotos). Huelgas interminables, marchas de hambre, accidentes fatales, mineros ametrallados y cañoneados a mansalva en masacres inconcebibles. Todo esto a causa de una larga data de injusticias laborales, sociales y morales en contra del minero, injusticias que, pese a los años y a ríos de promesas políticas, se han conservado inalterables, como agrias momias atacameñas. Se dice Desierto de Atacama y se entiende drama, explotación y muerte. Por eso ya era hora de que se viviera una epopeya con final feliz. Ya era hora de que la tierra, regada tanto tiempo por la sangre, el sudor y las lágrimas de los mineros, devolviera verdores desde su vientre, devolviera frutos de vida. Aquí sangre, sudor y lágrimas no es una frase vulgar. Yo, que viví 45 años en este desierto, que trabajé en las minas a rajo abierto -solo dos veces y por muy corto tiempo lo hice en minas subterráneas-, lo puedo decir fehacientemente: el desierto de Atacama está regado de sangre, sudor y lágrimas.
El rescate de los 33 mineros de Copiapó, además de un triunfo de la tecnología, se alza desde este desierto como una lección de vida para la humanidad entera. Una prueba de que cuando los hombres se unen a favor de la vida, cuando ofrecen conocimiento y esfuerzo al servicio de la vida, la vida responde con más vida. Aquí no se trabajó buscando oro o petróleo o diamantes. Lo que se buscaba era vida. Y brotó vida, 33 chorros inmensos. Y a los estallidos de aplausos y abrazos y risas mojadas de lágrimas de la muchedumbre en la mina, y del júbilo de campanas y sirenas de las ciudades del país, se sumó la alegría emocionada del mundo entero. Éramos todos seres humanos conmovidos hasta los tuétanos.
Porque a medida que cada uno de los mineros iba subiendo, saliendo, renaciendo desde las entrañas de la tierra, cada uno de nosotros lo sentía como emergiendo desde el fondo de su propio pecho. Fue la celebración total de la vida.
Ya lo he dicho: el desierto está poblado de cruces, testimonios mudos de muerte y desolación. Hagamos por lo tanto de este lugar un homenaje a la vida. No construyamos otro monolito, que son superfluos; no levantemos un monumento, que hay demasiados; no erijamos un santuario, que ya hay los suficientes. Echemos a volar la imaginación y creemos algo nuevo, algo que manifieste a toda la raza humana.
Yo propongo un Elogio de la vida.
Un mensaje para los 33: que les sea leve el alud de luces, cámaras y flashes que se les viene encima. Es cierto que sobrevivieron a esa larga temporada en el infierno, pero al fin y al cabo era un infierno conocido para ellos. Lo que se les viene ahora, compañeros, es un infierno completamente inexplorado por ustedes: el infierno del espectáculo, el alienante infierno de los sets de televisión. Una sola cosa les digo, paisitas, aférrense a su familia, no la suelten, no la pierdan de vista, no la malogren, aférrense como se aferraron a la cápsula que los sacó del hoyo.
Es la única manera de sobrevivir a ese aluvión mediático que se les viene encima. Se los dice un minero que algo sabe de esta vaina.
Para terminar, una oración por ustedes, una oración del poeta iquiqueño Jaime Ceballos, síntesis exacta de lo que acabo de decir:
Oración 33
Señor, tú que sabes
De milagros y esperanzas
No los abandones.
En esta hora del secuestro
Rescátalos de sus rescatadores
No los abandones.
Baja tú antes que los medios
Infórmales antes que sea tarde
No los abandones.
Sácalos de los sets de televisión
Apártalos de las luces que enceguecen
No los abandones.
Tú sabes que entre cámaras y flashes
Ya destruyeron la Tragedia.
Pero a ellos, no los abandones.

Hernán Rivera Letelier, escritor chileno, fue premio Alfaguara de Novela 2010 con El arte de la resurrección.

Noble estructura

La torre antes del huracán del 23 de agosto de 2005

sábado, 18 de diciembre de 2010

Bellos durmientes


Patti Smith recuerda a Robert Mapplethorpe

Aquellos cómplices

Luis Fernando Iglesias
LA CANTANTE y poeta Patti Smith nació en el North Side de Chicago un lunes de diciembre de 1949 en medio de una gran nevada. El fotógrafo Robert Mapplethorpe también nació un lunes del mismo año durante el mes de noviembre, en Long Island, una de las islas más famosas del estado de Nueva York. Ambos tuvieron influencias religiosas de sus familias. Smith es hija de una testigo de Jehová, mientras que la familia Mapplethorpe aspiraba a que su hijo fuera sacerdote católico. Años después, al comienzo de su carrera como cantante, Smith introdujo en la canción "Gloria" -de Van Morrison- un poema que comienza con la frase "Jesús murió por los pecados de alguien pero no los míos". Por su parte Mapplethorpe entendió que lo único que le gustaba de ser monaguillo, era el acceso que tenía a cosas que parecían secretas como la sacristía o las sotanas. Su relación con la iglesia era meramente estética.
Luego de vivir su infancia en Nueva Jersey, en 1966 Smith queda embarazada. Da su hijo en adopción, la expulsan de la Universidad y decide mudarse a Nueva York. Vive un tiempo de miseria, duerme en la calle y se junta con un vagabundo que le enseña el circuito para mendigar comida y subsistir sin un dólar en la gran ciudad. Obtiene un empleo de camarera del que es despedida en su primer día de trabajo luego de derramar comida sobre un cliente, pero un año después, en pleno verano del amor, su destino cambia. En aquel verano, como recuerda Smith, murió Coltrane, "…los hippies alzaron sus brazos vacíos y China hizo detonar la bomba de Hidrógeno. Jimi Hendrix prendió fuego su guitarra en Monterrey…" y el mundo parecía, entre disturbios, querer ser otro.
Destinos unidos. Smith consiguió trabajo en una librería. Un día atendió a un joven apuesto, con quien tuvo una breve charla antes de que comprara un collar persa. Ella le confesó que era su preferido "¿Eres católica?", preguntó el joven; "No, pero las cosas católicas me gustan". "Yo fui monaguillo", confesó. Cuando le entregó el collar, dijo casi sin pensar: "No se lo regales a ninguna chica que no sea yo". La segunda vez que se encontraron, Smith se hallaba junto a un escritor de ciencia ficción. No sentía interés alguno por él, pero en aquellos tiempos era difícil rechazar una buena cena. Luego de comer y de caminar por el este de Manhattan, el escritor la invitó a su departamento. Mientras pensaba una forma de escapar al encuentro romántico, Patti vio aparecer al muchacho de Brooklyn que había comprado el collar persa. Corrió hacia él y le pidió que se hiciera pasar por su novio. Mapplethorpe aceptó divertido y, luego de que Smith abandonó a su cita, la invitó con un egg cream antes de marchar rumbo al departamento de un amigo, donde pasarían su primera noche juntos, viendo parte de la obra del joven. Smith sintió que "…los dos habíamos renunciado a nuestra soledad y la habíamos sustituido por confianza".
La relación no fue fácil. A Patti Smith le costó entender cierta frialdad en su amante y pensó que se había aburrido de ella. Decidió mudarse y vivir con una amiga. Un día Mapplethorpe la fue a buscar y quiso convencerla de que ambos se fueran a San Francisco. "Ven conmigo, ahí hay libertad", dijo él; a lo que Smith contestó: "Yo ya soy libre". Mapplethorpe advirtió que si no lo acompañaba, seguramente se haría homosexual. Entonces Smith entendió lo que había sufrido su amigo por reprimir su sexualidad y decidió no acompañarlo. "Me di cuenta de que Robert había intentado renunciar a su naturaleza, negar sus deseos, hacer las cosas bien por nosotros… no cabía duda que seguía amándome y yo a él".
Demasiada inocencia. A la vuelta del viaje convivieron en tugurios hasta que, ante las enfermedades que padecía Mapplethorpe, se mudaron al Chelsea Hotel, ubicado en la calle 23 entre la Séptima y Octava Avenida, uno de los centros de la movida artística donde se alojaban músicos, escritores y artistas en general. Poco a poco él se volcó de lleno a la fotografía (su primera cámara fue una polaroid), y Smith se transformó en su primera y mejor modelo mientras daba sus primeros pasos para llegar a ser la madrina del punk. La convivencia duró un tiempo; luego cada uno siguió su camino, pero siempre terminaban por reencontrarse. Una tarde de 1978, mientras caminaban por la calle Ocho escucharon sonar, en varios negocios y a todo volumen, "Because the night", la canción más exitosa de Smith, compuesta en colaboración con Bruce Springsteen. Fue entonces que Mapplethorpe sacó un cigarrillo, dio una larga pitada y, con indisimulado orgullo, dijo "Patti, te has hecho famosa antes que yo".
Con Éramos unos niños Smith cumple la promesa que hizo a su amigo poco antes de que muriera -en 1989- a causa del SIDA: contar cómo aquellos niños se transformaron en dos artistas, íconos de los setenta. Pero su celo por rendirle tributo conspira contra el resultado. Falta realismo y acaso algo de sudor en algunas de estas páginas cuando se refiere a esa idílica relación en una forma que, en ocasiones, llega a bordear la cursilería. El relato mejora cuando Smith describe lo que pasaba alrededor de la pareja. O la efervescencia cultural que existía en su entorno, su fugaz romance con un dramaturgo experimental y baterista -de nombre Sam- que no es otro que el actor y escritor Sam Shepard, o el origen y desarrollo de la relación de Mapplethorpe con quien sería su amante, mecenas y compañero hasta su muerte: Sam Wagstaff.
ÉRAMOS UNOS NIÑOS, de Patti Smith. Lumen, 2010. Buenos Aires. 302 páginas. Distribuye Random House Mondadori.
(Una nota sobre la exposición de la obra de Robert Mapplethorpe en el Malba de Buenos Aires, fue publicada en el Nº 1077 de El País Cultural).
Un pequeño error
EN LOS TIEMPOS en que vivían en el Chelsea Hotel, Smith solía ir a comer al autoservicio Horn & Hardart. Una tarde de llovizna, le apeteció un sándwich de lechuga y queso. Insertó los cincuenta centavos pero la celda donde estaba el sándwich no se abrió. Constató que habían subido el precio a sesenta y cinco y que ella no tenía un centavo más. A sus espaldas oyó una voz: "¿Te ayudo?". Era el poeta y activista Allen Ginsberg, quien colocó los quince centavos que faltaban. Luego la acompañó hasta la mesa, la observó detenidamente y preguntó: "¿Eres una chica?". Ante la respuesta afirmativa, comentó: "Lo siento. Te había tomado por un chico muy bello". "¿Significa que tengo que devolver el sándwich?" preguntó Smith, a lo que el escritor respondió "No, disfrútalo. El error ha sido mío".