sábado, 30 de abril de 2011

Siete años después estuvimos en el viaducto La Polvorilla

Cuándo comenzamos a planear el viaje por América, en el 2004, teníamos algunos objetivos, algunos emanados del viaje de Ernesto Guevara y otros no. Entre ellos estaba el Tren de las Nubes y el viaducto La Polvorilla, el punto más alto de su recorrido, a los 4220 metros de altura. En la Puna de Salta, en la frontera con Jujuy.

En aquel momento la definición del recorrido por la costa del Pacífico dejó el viaducto de lado.

Esta vez sí fuimos -por suerte- y fue el punto más lejano a Montevideo y más alto al que llegamos.

Cielo azul y hojas de coca destilando de a poco en la boca.

Muchas horas por todos los tipos de caminos posibles, carretera, tierra, cornisa, y polvo, mucho polvo.

A pesar del apunamiento de varios, el quede de los autos en la arena y la dificultad para subir las cuestas, valió la pena, por los paisajes y por el jugo grato que deja cualquier objetivo cumplido.

Al llegar a la base Lucía, Juan Cruz, Joel, Andrés, Joaco y yo decidimos trepar hasta las vías, a sesenta y tres metros de altura por un camino de tierra con una discontinua serie de barandas hechas con rieles. La altura y la falta de oxigeno hacía que esos metros se estiraran proporcionalmente al cansancio.



 
Seguramente caminar por las vías tuvo un significado diferente para cada uno, pero con el común denominador de ser una huella para el resto de la vida. El sol omnipresente, el horizonte infinito acrecentado por la falta de humedad en el aire, el silencio y la falta de viento...

Después de cruzar por completo el viaducto (220 mts), llenando para siempre nuestros ojos con ese paisaje bajamos para iniciar el retorno, a San Antonio de los Cobres primero y luego a Salta.








Ya abajo, igual que había aprendido del guía en lo profundo de la mina de Potosí, devolví a la Pachamama las hojas de coca que me habían acompañado.

Se murió Sábato, uno de los imprescindibles

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida,
...
Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta porque me encuentro unido a toda la humanidad;
Por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.

John Donne - Por quién doblan las campanas
1572 -1631

lunes, 4 de abril de 2011

Nauseabundo 2 - Se casa el Principe - Recuacccccccc


Unos 8 mil periodistas y técnicos de los medios de comunicación de todo el mundo estarán en Londres el próximo 29 de abril para cubrir la boda del príncipe Guillermo y Kate Middleton, una cobertura jamás vista en la capital británica.

"Será el mayor evento en la historia de la televisión porque no hay celebridades más importantes en el mundo que la familia real", dijo al diario Piers Morgan, ex director del "Daily Mirror".
 (EFE)

Dibujos de Josefina y Giuliana

El rescate de los mineros chilenos. 
Giuli
















"Bibí en la panza de mami". 
Josefina
















Hinchada uruguaya en el Mundial de Fútbol de Sud Africa 2010.
Y un ratoncito. 
Giuli

domingo, 3 de abril de 2011

Por el Océano y sin motor


Como tantas veces una situación inesperada se transforma en una oportunidad de transitar caminos nuevos…

Estábamos anclados con el velero frente a la costa, a unos 15 kilómetros al sur de casa de Tati. El bote de Alejandro amarrado al lado.
Almorzamos todos juntos en la cubierta del velero y después entre baños y pesca se hizo la hora de levantar anclas.

Federico hizo arrancar el motor pero no tiraba del barco. Buceando vio que se había roto una pieza de la transmisión. Teníamos motor pero sólo para hacer ruido!
Así que había que volver a vela… pintaba feo, estábamos muy lejos. Y no era el único problema. Pasar por debajo del puente a Key Biscayne sin motor estaba prohibido. Y maniobrar para anclar sólo con el viento era muy complicado.

Deliberamos y Carla y Vicky pasaron a la lancha de Alejandro y Lucía y yo acompañamos a Federico en el retorno, que pintaba interesante como desafío. 

Tomé el timón preocupado desde el principio en no hacer papelones al pasar bajo el puente, allí los errores se pagan caro. Federico quería un rumbo por el eje del puente, porque al estar debajo, por sus grandes dimensiones, se producía una caída brusca del viento que nos podía hacer derivar hacia las defensas.
El viento del oeste, proveniente del Golfo de México era ideal para llevarnos a casa, soplaba sostenido y el velero se deslizaba apenas escorado, sólo lastrado por los crustáceos que habían hecho hogar en su casco.

El océano Atlántico verde intenso y el sol que se acercaba al poniente eran un marco inmejorable para el silencioso desplazamiento del velero, sólo quebrado por los crujidos de las jarcias y el breve oleaje. Las miradas cómplices con Lucía mostraban la satisfacción por estar allí, viviendo ese momento.
Lanzamos la corredera para saber la velocidad –que era buena- y ya pudimos estimar que el retorno llevaría unas cuantas horas, así que llegaríamos entrada la noche.

Arrimarnos al puente no representó mayores problemas, sólo hacer kilómetros mientras crecía la oscuridad y las luces de Miami se agigantaban. Federico hizo arrancar el motor y lo aceleró para que no quedaran dudas que entrabamos a vela y motor…
No estábamos bajo el puente todavía cuando vimos las luces de una lancha guardacostas que salía mar afuera, cruzando como un fantasma nuestra ruta a unos cien metros pero sin preocuparse por nosotros.
Como había previsto Federico el puente nos dejó sin viento pero ya habíamos cruzado.

Serían las 21 horas y a pesar de estar a kilómetro y medio de la costa todo nuestro costado de babor  estaba cubierto de edificios plenos de luces recortados contra el cielo oscuro.
De allí en más llevar el timón de forma de mantener el velero en rumbo, entre las farolas verdes y rojas, apuntando al Hotel Mandarín.

El tramo final es una cuña entre la costa, la isla Brickell  con su puente infranqueable y el fondo marino, que apenas deja pasar la quilla.
A cien metros del embarcadero comenzaron las maniobras febriles de Federico, dejar un mínimo de vela para tener tracción, preparar el bichero para evitar golpear contra el muelle y darme instrucciones a mí para operar el timón.
Atracar implicaba cambiar la dirección del barco 180°, con poco calado y, al dejar caer la vela, sin tracción, sólo por inercia.

Federico eligió tocar tierra en un muelle perpendicular y luego, con cuerdas conducirlo al definitivo. Dejamos caer la vela y entre los dos, a pura fuerza de piernas evitamos el golpe contra el espigón. Habíamos llegado. Cansados pero muy satisfechos.
De ahí en más, por la marina llevamos al velero a su atracadero. Eran las once de la noche.