domingo, 3 de abril de 2011

Por el Océano y sin motor


Como tantas veces una situación inesperada se transforma en una oportunidad de transitar caminos nuevos…

Estábamos anclados con el velero frente a la costa, a unos 15 kilómetros al sur de casa de Tati. El bote de Alejandro amarrado al lado.
Almorzamos todos juntos en la cubierta del velero y después entre baños y pesca se hizo la hora de levantar anclas.

Federico hizo arrancar el motor pero no tiraba del barco. Buceando vio que se había roto una pieza de la transmisión. Teníamos motor pero sólo para hacer ruido!
Así que había que volver a vela… pintaba feo, estábamos muy lejos. Y no era el único problema. Pasar por debajo del puente a Key Biscayne sin motor estaba prohibido. Y maniobrar para anclar sólo con el viento era muy complicado.

Deliberamos y Carla y Vicky pasaron a la lancha de Alejandro y Lucía y yo acompañamos a Federico en el retorno, que pintaba interesante como desafío. 

Tomé el timón preocupado desde el principio en no hacer papelones al pasar bajo el puente, allí los errores se pagan caro. Federico quería un rumbo por el eje del puente, porque al estar debajo, por sus grandes dimensiones, se producía una caída brusca del viento que nos podía hacer derivar hacia las defensas.
El viento del oeste, proveniente del Golfo de México era ideal para llevarnos a casa, soplaba sostenido y el velero se deslizaba apenas escorado, sólo lastrado por los crustáceos que habían hecho hogar en su casco.

El océano Atlántico verde intenso y el sol que se acercaba al poniente eran un marco inmejorable para el silencioso desplazamiento del velero, sólo quebrado por los crujidos de las jarcias y el breve oleaje. Las miradas cómplices con Lucía mostraban la satisfacción por estar allí, viviendo ese momento.
Lanzamos la corredera para saber la velocidad –que era buena- y ya pudimos estimar que el retorno llevaría unas cuantas horas, así que llegaríamos entrada la noche.

Arrimarnos al puente no representó mayores problemas, sólo hacer kilómetros mientras crecía la oscuridad y las luces de Miami se agigantaban. Federico hizo arrancar el motor y lo aceleró para que no quedaran dudas que entrabamos a vela y motor…
No estábamos bajo el puente todavía cuando vimos las luces de una lancha guardacostas que salía mar afuera, cruzando como un fantasma nuestra ruta a unos cien metros pero sin preocuparse por nosotros.
Como había previsto Federico el puente nos dejó sin viento pero ya habíamos cruzado.

Serían las 21 horas y a pesar de estar a kilómetro y medio de la costa todo nuestro costado de babor  estaba cubierto de edificios plenos de luces recortados contra el cielo oscuro.
De allí en más llevar el timón de forma de mantener el velero en rumbo, entre las farolas verdes y rojas, apuntando al Hotel Mandarín.

El tramo final es una cuña entre la costa, la isla Brickell  con su puente infranqueable y el fondo marino, que apenas deja pasar la quilla.
A cien metros del embarcadero comenzaron las maniobras febriles de Federico, dejar un mínimo de vela para tener tracción, preparar el bichero para evitar golpear contra el muelle y darme instrucciones a mí para operar el timón.
Atracar implicaba cambiar la dirección del barco 180°, con poco calado y, al dejar caer la vela, sin tracción, sólo por inercia.

Federico eligió tocar tierra en un muelle perpendicular y luego, con cuerdas conducirlo al definitivo. Dejamos caer la vela y entre los dos, a pura fuerza de piernas evitamos el golpe contra el espigón. Habíamos llegado. Cansados pero muy satisfechos.
De ahí en más, por la marina llevamos al velero a su atracadero. Eran las once de la noche.   

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