lunes, 21 de mayo de 2018

Horas plenas - Océano Atlántico - 18 de julio de 2008



Horas plenas

Cuando en esa mañana calurosa de julio de 2008 en Miami nos hicimos a la mar no podía saber que sería un día señalado para dejar huella en mi memoria.

Navegaríamos con el velero y la lancha hasta un sitio de poco calado donde quizás fuera posible caminar con el agua en el pecho y almorzar allí. E incluso Ale y Pepe pensaban pescar.

A poco de zarpar se puso negro, cayeron unas gotas y aumentó el viento. Iba al timón y Fede me preguntó si izaba el spinaker para aprovecharlo. Encantado le dije que sí. Cuando la vela terminó de inflarse el velero saltó hacia adelante y comenzó a navegar deslizando sobre su panza. Placer total aunque tenía que hacer equilibrio para no caer y mantener firme el rumbo.

Claro que en nuestro entusiasmo de fanáticos no tuvimos en cuenta avisar al resto de la tripulación que tomaran precauciones y revisar que todo estuviera bien atado. Como Giuli, que con sus dos añitos dormía en una de las literas, o el microondas que experimentó el llamado de la gravedad.

Así que, mientras el cielo se abría y volvía el sol tuvimos que sujetar nuestras ansias de volar sobre el mar en aras de evitar el alzamiento de la marinería comandado por Tati.

Poco rato pero absolutamente grabado a fuego.

A mediodía, cuando anclamos, ya era un día de verano en el trópico, calor, mucho sol y algunas nubes.

Almuerzo, pesca y baños fueron las actividades durante horas.


Al intentar arrancar el motor del velero para retornar la transmisión se negó a mover la hélice, ruido sí, pero no tiraba del barco. No había alternativa, la única opción era volver a pura vela. Estábamos anclados a muchos kilómetros de Miami.

Con la perspectiva de un viaje largo y lento solo quedamos en el velero Rosana, Fede, Lucía y yo. El resto se fueron en la lancha. Me encantó que Lucía eligiera compartir el momento conmigo, siempre compañera.
Faltaría una hora para la puesta del sol cuando izamos velas con buen viento oeste soplando hacia Miami. Sería un viaje de varias horas y con previsibles problemas por delante. 
Tomé el timón y lo mantuve hasta el final, bajo el capitanato experto de Fede. Sería mi primera singladura completa al timón. Disfrute total, el pecho hinchado, el velero deslizándose a buena velocidad, temperatura inmejorable, nubes, silencios, miradas cómplices con Lucía, fotógrafa designada.

Con el último sol abriéndose paso entre las nubes el océano se pintaba de amarillos y naranjas mientras el cielo por el este viraba lentamente al verde típico del crepúsculo. 
Luego de medir la velocidad con la corredera y arreglar las velas Fede detalló cuáles serían los inconvenientes legales y prácticos que tendríamos por delante. ¡Estaba prohibido pasar sin motor por debajo del puente William Powell, que conecta el continente con Virginia Key y Key Biscayne! El lugar, de unos cien metros de ancho presenta siempre un tráfico intenso que necesariamente debe ser ágil. Pero, para un velero presenta un problema adicional, la caída del viento bajo su arco puede dejar, a una embarcación sin motor a la deriva, con el único impulso de la inercia y riesgo de chocar con los extremos o con otra nave. ¡Multa o cárcel segura, como mínimo!

Frente a esa eventualidad quedaba pequeño el último de los problemas, atracar al  muelle con la pantalla de los edificios de veinte y treinta pisos que podían eliminar casi por completo el viento.

Yo ya había pasado otras veces por debajo del puente pero con motor, nunca en esas condiciones. A pesar de eso el momento seguía siendo perfecto, mientras la oscuridad avanzaba tanto como emergía la iluminada Miami, cada vez más cerca.
Fede, con los recursos de un marino con experiencia, planificó pasar el puente con el motor acelerando al máximo, de manera de cruzar entre las previsibles lanchas de la Guardia Costera haciendo ruido.

Frente ya a la entrada, con una marcha esperanzadora apareció la primera lancha roja oficial, lanzada a todo velocidad como siempre. Nos ignoró y se perdió en la noche, mientras yo encaraba, muy tenso al timón, al centro del canal, Fede, bichero en mano, listo para maniobras de emergencia. Cuando cesó el viento bajo el puente nuestro silencio era total, como si las palabras frenaran la marcha inercial del bote, midiendo el desplazamiento contra el puente en lo alto y las protecciones de la entrada.

Cuando arriba las estrellas sustituyeron al puente nos felicitamos por lo exitoso de la maniobra. Y nos aflojamos…

De ahí en más mantener las balizas verdes del canal a estribor para no encallar, tomar oblicuas las estelas de otros barcos y disfrutar del paisaje increíble de las torres de la ciudad que iluminaban nuestro camino en el océano.
Siempre en el silencio tan especial del mar, que no interrumpe sino complementa el sonido del agua desplazada por el bote y los ruidos del velamen.

Cuando a proa el Hotel Mandarín creció lo suficiente volvimos al modo alerta. Había que planificar el viraje a babor hacia el muelle, contra el viento menguante para aprovechar nuevamente la inercia a la vez que Fede haría caer las velas para que no frenaran la marcha. E inmediatamente tomar posiciones armados de bicheros para evitar un choque contra el hormigón del muelle u otros barcos.

Dio resultado y evitamos golpearnos, pero en un muelle que no era el buscado. Debíamos llevar al barco, tirando con cuerdas desde los muelles a su amarra. La cuerda la llevó Fede sobre una tabla de surf. Se sumaron a ayudar los que habían arribado horas antes así que en minutos pudimos atar el velero.

Era cerca de las 23 horas, estábamos en tierra. Lucía y yo, más cerca que nunca, felices porque nos habíamos animado a tomar el camino difícil juntos.




















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