Uruguay ganó el Campeonato Mundial
de 1950 en Brasil. El triunfo contra el dueño de casa en Maracaná se transformó
en una epopeya homérica en el imaginario uruguayo. En mi opinión transformándose
en un lastre para el desarrollo de una sociedad sana, no anclada al pasado. Fue
la excusa perfecta para calzar los dedos debajo del chaleco y mirar a los demás
desde arriba: “Como el Uruguay no hay”. Se sumaba así a “la tacita de plata”, “la
Suiza de América” y otros slogans de un país con complejo de enano. Equiparando
además a los jugadores, sin que ellos lo hubieran pedido ni soñado jamás a los
guerreros de Leónidas, el de las Termópilas.
No pesó demasiado que sólo concurrieran
13 equipos al mundial de la posguerra, ni que ganáramos un solo partido y empatáramos
otro para llegar a la final.
El abuelo Manolo estuvo allí y fue
testigo presencial de otro hecho que marcó a los jugadores: en la fiesta oficial
posterior al cierre sólo concurrieron los remilgados dirigentes de la AUF a
brindar con champagne, mientras quienes habían hecho posible el Maracanazo
vagaban por boliches de barrio de Rio de Janeiro, mezclándose sin problemas con
sus tristes parroquianos…
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