El estreno de Alien en Montevideo el
25 de mayo de 1979 pasó sin pena ni gloria por casa. Eran otras las
prioridades. Tati ya golpeaba la puerta y en días comenzaría la carrera de
padre.
De todas maneras los ecos de la película
llegaban por todas partes, integrándose rápidamente a la argamasa que moldeó el
último cuarto del siglo XX.
Pasaron los años y yo seguía sin
verla. En el Penal de Libertad sólo proyectaban películas de Porcel y Olmedo o
añejas de John Wayne.
Llegó la democracia y el turbión de
acontecimientos nos arrastró. Entre las nuevas tareas que surgieron estaban las
vinculadas a cuidar por la noche el local central de la UJC, en Acevedo Díaz y
Canelones. Había riesgos de atentados en la recién renacida democracia. Una
noche cada tanto tocaba y, con un grupo de compañeros nos turnábamos para tomar
el fresco en el balcón del primer piso.
Entre las tareas estaba hacer la
cena, casi siempre guiso de arroz. En alguna ocasión había sido damnificado por
experimentos de cocineros improvisados así que una noche tomé el control de
las hornallas. Quería asegurarme que iba a poder combatir el frío de la madrugada
con la panza gratamente llena.
Y allí, en una vieja televisión, mientras
picaba cebolla y morrón por fin conocí, en el ambiente claustrofóbico de la
Nostromo a la Teniente Ripley y a Alien, el pasajero de la baba ácida.
De todos yo era el único que no la
había visto y no concitaba mucha atención. Pero yo sí estaba interesado y pude ver -sin preparación
previa- nacer a Alien rompiendo el pecho y la camiseta blanca de uno de los
tripulantes.
En
ese momento no podía saber que tanto Alien como la teniente Ripley se
transformarían en verdaderos íconos.
Hace
poco, casi treinta años después Sigourney Weaver dijo a EFE- "Siento que la saga aún no ha acabado
para mí". "Ripley está viva y a salvo, espero que no acabe perdida en
el espacio para siempre".
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