martes, 29 de noviembre de 2011

El hombrecito del azulejo. (Para Giuli y BB)

Una historia super tierna y con final feliz.
Para leer dramatizando.
De Manuel Mujica Lainez, versión resumida para Giuli y BB.



EL HOMBRECITO DEL AZULEJO

Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Uno de ellos comenta:
- Esta noche será la crisis?
- Sí- responde el otro doctor -hemos hecho cuanto pudimos. Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche. . . Hay que esperar... Y salen en silencio. 


Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo. 

El hombrecito del azulejo nació en Francia, y vino a Buenos Aires por error.
Sus manufactureros no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones, e hizo el viaje, el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, pero con dibujos geométricos, pero ninguno con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. 


Los obreros lo dejaron aparte porque su presencia interrumpía el friso; pero luego les hizo falta un azulejo para completar y lo colocaron en un extremo, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que nadie notara que entre los baldosines había uno tan distinto. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo.
Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían.

Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato. Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo y le dio un nombre. Lo llamó Martinito.

Martinito! Martinito! El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas. Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio.

Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.

El hombrecito del azulejo se asoma desde su escondite y la espía. En el patio la Muerte está vestida como si fuera una gran señora, su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada con un moño. Y ve que la Muerte bosteza.


Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura. La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal de mármol.

El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos.

Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga adivina que algo extraño sucede y saca la cabeza del caparazón. La Muerte se aburre entre las enredaderas mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia. 

- Madame la Mort... A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés, cuando no lo esperaba, y que lo haga un caballero tan elegante. Ha sentido crecer su jerarquía.
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, en el brocal del pozo.

- Al fin pasa algo distinto. Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente. Y todo, por qué?, porque alguien va a morir? Pero esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. 

El hombrecito está sonriendo, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar. Y qué le dice? La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.

Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, el hombrecito se ha lanzado a contarle un complicado cuento que transcurre lejos de allí, en Francia. Le explica que ha nacido en casa de los Fourmaintraux, y que pudo haber sido de otro color, pero que prefiere este azul marino. 

Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie... La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.

Martinito se alisa la barba en punta y, como no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, vuelve a hablar de Francia, de hadas, de gnomos, vampiros y hechiceras. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte de barrio le agradará la alusión a otras Muertes más importantes, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de ellas. Martinito narra tan bien que no olvida detalles. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar los  episodios introduce notas imprevistas que hacen reír a la Muerte.
La Muerte ríe a carcajadas.

-Y además... -prosigue el hombrecito del azulejo. Pero la Muerte lanza un grito. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para y se desespera. Nunca, nunca había sucedido esto. Se revuelve, iracunda, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido descender y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en el zócalo. 


- El se ha salvado pero tú morirás por él. Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que aparece una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior. Luego se va, rabiosa.  
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez de alegría. Daniel sonríe por fin. 

Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura a visitar a su amigo Martinito. Con estupor advierte la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo. Nadie sabe nada.
Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, menos aun se ven los fragmentos del azulejo. 

El tiempo camina y Daniel no olvida al hombrecito.
Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no podrá presentar la tortuga a Martinito.
Repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:
- Ahí va algo, abarájenlo! 


Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.

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En su casa de Buenos Aires el escritor tenía un hombrecito del azulejo (pero diferente)


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