“Durante los primeros años un restaurante exitoso te obliga a vivir en el local, a trabajar diecisiete horas al día, pendiente por completo de cada uno del os muchos intríngulis de tan complicado, cruel y veleidoso comercio. Tienes que hablar con soltura no solo español sino las lenguas cabalísticas de los códigos de salud, las leyes impositivas, las regulaciones del departamento de incendios, las leyes de protección ambiental, los códigos urbanísticos, la seguridad laboral, las normas sanitarias, la legalidad de los contratos de trabajo, la distribución de zonas, los seguros, los caprichos, los vericuetos y el amiguismo para conseguir la licencia de despacho de bebidas alcohólicas, el mundo infernal de la recogida de basura, la provisión de mantelería, la forma de deshacerte de los residuos grasos. Y, cuando has invertido cada centavo conseguido en el negocio, de pronto los sumideros de la cocina escupen las aguas servidas y cientos de litros de mierda irrumpen en el salón comedor; tu chef pasado de cocaína le ha llamado “chinita de mierda” a la camarera asiática –que con tanto esfuerzo estudia leyes-, detalle que te garantiza seis meses de estar obligado a acudir a los tribunales; el barman le está regalando bebidas a las chicas menores de Wantagh, de modo que cualquiera de ellas pueda estrellar el Buick de papi contra un autobús cargado de angelicales estudiantes, poniendo en peligro por lo menos tu licencia para vender bebidas alcohólicas; la instalación eléctrica salta y deja a oscuras la cocina, en medio de una noche que creías iba a proporcionarte diez mil dólares. Y entretanto, sigue la lucha contra las cucarachas y los roedores…”
Anthony Bourdain. Confesiones de un chef.
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