Aquellos cómplices
Luis Fernando Iglesias
LA CANTANTE y poeta Patti Smith nació en el North Side de Chicago un lunes de diciembre de 1949 en medio de una gran nevada. El fotógrafo Robert Mapplethorpe también nació un lunes del mismo año durante el mes de noviembre, en Long Island, una de las islas más famosas del estado de Nueva York. Ambos tuvieron influencias religiosas de sus familias. Smith es hija de una testigo de Jehová, mientras que la familia Mapplethorpe aspiraba a que su hijo fuera sacerdote católico. Años después, al comienzo de su carrera como cantante, Smith introdujo en la canción "Gloria" -de Van Morrison- un poema que comienza con la frase "Jesús murió por los pecados de alguien pero no los míos". Por su parte Mapplethorpe entendió que lo único que le gustaba de ser monaguillo, era el acceso que tenía a cosas que parecían secretas como la sacristía o las sotanas. Su relación con la iglesia era meramente estética.
Luego de vivir su infancia en Nueva Jersey, en 1966 Smith queda embarazada. Da su hijo en adopción, la expulsan de la Universidad y decide mudarse a Nueva York. Vive un tiempo de miseria, duerme en la calle y se junta con un vagabundo que le enseña el circuito para mendigar comida y subsistir sin un dólar en la gran ciudad. Obtiene un empleo de camarera del que es despedida en su primer día de trabajo luego de derramar comida sobre un cliente, pero un año después, en pleno verano del amor, su destino cambia. En aquel verano, como recuerda Smith, murió Coltrane, "…los hippies alzaron sus brazos vacíos y China hizo detonar la bomba de Hidrógeno. Jimi Hendrix prendió fuego su guitarra en Monterrey…" y el mundo parecía, entre disturbios, querer ser otro.
Destinos unidos. Smith consiguió trabajo en una librería. Un día atendió a un joven apuesto, con quien tuvo una breve charla antes de que comprara un collar persa. Ella le confesó que era su preferido "¿Eres católica?", preguntó el joven; "No, pero las cosas católicas me gustan". "Yo fui monaguillo", confesó. Cuando le entregó el collar, dijo casi sin pensar: "No se lo regales a ninguna chica que no sea yo". La segunda vez que se encontraron, Smith se hallaba junto a un escritor de ciencia ficción. No sentía interés alguno por él, pero en aquellos tiempos era difícil rechazar una buena cena. Luego de comer y de caminar por el este de Manhattan, el escritor la invitó a su departamento. Mientras pensaba una forma de escapar al encuentro romántico, Patti vio aparecer al muchacho de Brooklyn que había comprado el collar persa. Corrió hacia él y le pidió que se hiciera pasar por su novio. Mapplethorpe aceptó divertido y, luego de que Smith abandonó a su cita, la invitó con un egg cream antes de marchar rumbo al departamento de un amigo, donde pasarían su primera noche juntos, viendo parte de la obra del joven. Smith sintió que "…los dos habíamos renunciado a nuestra soledad y la habíamos sustituido por confianza".
La relación no fue fácil. A Patti Smith le costó entender cierta frialdad en su amante y pensó que se había aburrido de ella. Decidió mudarse y vivir con una amiga. Un día Mapplethorpe la fue a buscar y quiso convencerla de que ambos se fueran a San Francisco. "Ven conmigo, ahí hay libertad", dijo él; a lo que Smith contestó: "Yo ya soy libre". Mapplethorpe advirtió que si no lo acompañaba, seguramente se haría homosexual. Entonces Smith entendió lo que había sufrido su amigo por reprimir su sexualidad y decidió no acompañarlo. "Me di cuenta de que Robert había intentado renunciar a su naturaleza, negar sus deseos, hacer las cosas bien por nosotros… no cabía duda que seguía amándome y yo a él".
Demasiada inocencia. A la vuelta del viaje convivieron en tugurios hasta que, ante las enfermedades que padecía Mapplethorpe, se mudaron al Chelsea Hotel, ubicado en la calle 23 entre la Séptima y Octava Avenida, uno de los centros de la movida artística donde se alojaban músicos, escritores y artistas en general. Poco a poco él se volcó de lleno a la fotografía (su primera cámara fue una polaroid), y Smith se transformó en su primera y mejor modelo mientras daba sus primeros pasos para llegar a ser la madrina del punk. La convivencia duró un tiempo; luego cada uno siguió su camino, pero siempre terminaban por reencontrarse. Una tarde de 1978, mientras caminaban por la calle Ocho escucharon sonar, en varios negocios y a todo volumen, "Because the night", la canción más exitosa de Smith, compuesta en colaboración con Bruce Springsteen. Fue entonces que Mapplethorpe sacó un cigarrillo, dio una larga pitada y, con indisimulado orgullo, dijo "Patti, te has hecho famosa antes que yo".
Con Éramos unos niños Smith cumple la promesa que hizo a su amigo poco antes de que muriera -en 1989- a causa del SIDA: contar cómo aquellos niños se transformaron en dos artistas, íconos de los setenta. Pero su celo por rendirle tributo conspira contra el resultado. Falta realismo y acaso algo de sudor en algunas de estas páginas cuando se refiere a esa idílica relación en una forma que, en ocasiones, llega a bordear la cursilería. El relato mejora cuando Smith describe lo que pasaba alrededor de la pareja. O la efervescencia cultural que existía en su entorno, su fugaz romance con un dramaturgo experimental y baterista -de nombre Sam- que no es otro que el actor y escritor Sam Shepard, o el origen y desarrollo de la relación de Mapplethorpe con quien sería su amante, mecenas y compañero hasta su muerte: Sam Wagstaff.
ÉRAMOS UNOS NIÑOS, de Patti Smith. Lumen, 2010. Buenos Aires. 302 páginas. Distribuye Random House Mondadori.
(Una nota sobre la exposición de la obra de Robert Mapplethorpe en el Malba de Buenos Aires, fue publicada en el Nº 1077 de El País Cultural).
Un pequeño error
EN LOS TIEMPOS en que vivían en el Chelsea Hotel, Smith solía ir a comer al autoservicio Horn & Hardart. Una tarde de llovizna, le apeteció un sándwich de lechuga y queso. Insertó los cincuenta centavos pero la celda donde estaba el sándwich no se abrió. Constató que habían subido el precio a sesenta y cinco y que ella no tenía un centavo más. A sus espaldas oyó una voz: "¿Te ayudo?". Era el poeta y activista Allen Ginsberg, quien colocó los quince centavos que faltaban. Luego la acompañó hasta la mesa, la observó detenidamente y preguntó: "¿Eres una chica?". Ante la respuesta afirmativa, comentó: "Lo siento. Te había tomado por un chico muy bello". "¿Significa que tengo que devolver el sándwich?" preguntó Smith, a lo que el escritor respondió "No, disfrútalo. El error ha sido mío".
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