Messi es un perro
▣ Hernan Casciari, lunes 11 de junio, 2012
Escribí
esto hace dos o tres meses. Pero bien podía haberlo escrito el sábado a la
noche, después del cuatro a tres contra Brasil. Esta reflexión apareció en las
páginas 128 y 129 de la revista Orsai número seis y, desde que se
publicó, me moría de ganas de ponerla en el blog, de contrabando. Solamente
esperaba el momento oportuno para que cada palabra tuviera, otra vez, el apoyo
de lo inmediato. Y hoy es buen momento. Me reafirmo, entonces, en la teoría del
hombre perro.
El
texto empezaba así:
La
respuesta rápida es por mi hija, por mi esposa, porque tengo una familia
catalana. Pero si me preguntan en serio por qué sigo acá, en Barcelona, en
estas épocas horribles y aburridas, es porque estoy a cuarenta minutos en tren
del mejor fútbol de la historia.
Quiero
decir: si mi esposa y mi hija decidieran irse a vivir a Argentina ahora mismo,
yo me divorciaría y me quedaría acá por lo menos hasta la final de la
Champions. Y es que nunca se vio algo parecido adentro de una cancha de fútbol,
en ninguna época, y es muy posible que no ocurra más.
Es
verdad, estoy escribiendo en caliente. Redacto esto la misma semana en que
Messi hizo tres para Argentina, cinco para el Barça en Champions y dos para el
Barça en Liga. Diez goles en tres partidos de tres competiciones diferentes.
La
prensa catalana no habla de otra cosa. Durante un rato, la crisis económica no
es el tema de inicio en los noticieros. Internet explota. Y en medio de todo
esto a mí me acaba de pasar por la cabeza una teoría extraña, muy difícil de
explicar. Justamente por eso intentaré escribirla, a ver si termino de darle
vuelo.
Todo
empezó esta mañana: estoy mirando sin parar goles de Messi en Youtube, lo hago
con culpa porque estoy en mitad del cierre de la revista número seis. No
debería estar haciendo esto.
De
casualidad hago clic en una compilación de fragmentos que no había visto antes.
Pienso que es un video más de miles, pero enseguida veo que no. No son goles de
Messi, ni sus mejores jugadas, ni sus asistencias. Es un compilado extraño: el
video muestra cientos de imágenes —de dos a tres segundos cada una— en las que
Messi recibe faltas muy fuertes y no se cae.
No
se tira ni se queja. No busca con astucia el tiro libre directo ni el penal. En
cada fotograma, él sigue con los ojos en la pelota mientras encuentra
equilibrio. Hace esfuerzos inhumanos para que aquello que le hicieron no sea
falta, ni sea tampoco amarilla para el defensor contrario.
Son
muchísimos pedacitos de patadas feroces, de obstrucciones, de pisotones y
trampas, de zancadillas y agarrones traicioneros; nunca las había visto a todas
juntas. Él va con la pelota y recibe un guadañazo en la tibia, pero sigue. Le
pegan en los talones: trastabilla y sigue. Lo agarran de la camiseta: se
revuelve, zafa, y sigue.
Me
quedé, de repente, atónito, porque algo me resultaba familiar en esas imágenes.
Puse cada fragmento en cámara lenta y entendí que los ojos de Messi están
siempre concentrados en la pelota, pero no en el fútbol ni en el contexto.
El
fútbol actual tiene una reglamentación muy clara por la que, muchas veces, caer
al suelo es asegurar un penal, o conseguir que se amoneste al zaguero contrario
es propicio para futuros contragolpes. En estos fragmentos, Messi parece no
entender nada sobre el fútbol ni sobre la oportunidad.
Se
lo ve como en trance, hipnotizado; solamente desea la pelota dentro del arco
contrario, no le importa el deporte ni el resultado ni la legislación. Hay que
mirarle bien los ojos para comprender esto: los pone estrábicos, como si le
costara leer un subtítulo; enfoca el balón y no lo pierde de vista ni aunque lo
apuñalen.
¿Dónde
había visto yo esa mirada antes? ¿En quién? Me resultaba conocido ese gesto de
introspección desmedida. Dejé el video en pausa. Hice zoom en sus ojos. Y
entonces lo recordé: eran los ojos de Totín cuando perdía la razón por la
esponja.
Yo
tenía un perro en la infancia que se llamaba Totín. Nada lo conmovía. No era un
perro inteligente. Entraban ladrones y él los miraba llevarse el televisor.
Sonaba el timbre y no parecía oírlo. Yo vomitaba y él no venía a lamer.
Sin
embargo, cuando alguien (mi madre, mi hermana, yo mismo) agarraba una esponja
—una determinada esponja amarilla de lavar los platos— Totín enloquecía. Quería
esa esponja más que nada en el mundo, moría por llevarse ese rectángulo
amarillo a la cucha. Yo se la mostraba en mi mano derecha y él la enfocaba. Yo
la movía de un lado a otro y él nunca dejaba de mirarla. No podía dejar de mirarla.
No
importaba a qué velocidad moviera yo la esponja: el cogote de Totín se
trasladaba idéntico por el aire. Sus ojos se volvían japoneses, atentos,
intelectuales. Como los ojos de Messi, que dejan de ser los de un
preadolescente atolondrado y, por una fracción de segundo, se convierten en la
mirada escrutadora de Sherlock Holmes.
Descubrí
esta tarde, mirando ese video, que Messi es un perro. O un hombre perro. Esa es
mi teoría, lamento que hayan llegado hasta acá con mejores expectativas. Messi
es el primer perro que juega al fútbol.
Tiene
mucho sentido que no comprenda las reglas. Los perros no fingen zancadillas
cuando ven venir un Citroën, no se quejan con el árbitro cuando se les escapa
un gato por la medianera, no buscan que le saquen doble amarilla al sodero. En
los inicios del fútbol los humanos también eran así. Iban detrás de la pelota y
nada más: no existían las tarjetas de colores, ni la posición adelantada, ni la
suspensión después de cinco amarillas, ni los goles de visitante valían doble.
Antes se jugaba como juegan Messi y Totín. Después el fútbol se volvió muy
raro.
Ahora
mismo, en este tiempo, a todo el mundo parece interesarle más la burocracia del
deporte, sus leyes. Después de un partido importante, se habla una semana
entera de legislación.
¿Se
hizo amonestar Juan exprofeso para saltarse el siguiente partido y jugar el
clásico? ¿Fingió realmente Pedro la falta dentro del área? ¿Dejarán jugar a
Pancho acogiéndose a la cláusula 208 que indica que Ernesto está jugando el
Sub-17? ¿El técnico local mandó a regar demasiado el césped para que los
visitantes patinen y se rompan el cráneo? ¿Desaparecieron los recogepelotas
cuando el partido se puso dos a uno, y volvieron a aparecer cuando se puso dos
a dos? ¿Apelará el club la doble amarilla de Paco en el Tribunal Deportivo?
¿Descontó correctamente el árbitro los minutos que perdió Ricardo por protestar la sanción que recibió Ignacio a causa de la pérdida de tiempo de Luis al hacer el lateral?
¿Descontó correctamente el árbitro los minutos que perdió Ricardo por protestar la sanción que recibió Ignacio a causa de la pérdida de tiempo de Luis al hacer el lateral?
No
señor. Los perros no escuchan la radio, no leen la prensa deportiva, no
entienden si un partido es amistoso e intrascendente o una final de copa. Los
perros quieren llevarse siempre la esponja a la cucha, aunque estén muertos de
sueño o los estén matando las garrapatas.
Messi
es un perro. Bate records de otras épocas porque solo hasta los años cincuenta
jugaron al fútbol los hombres perro. Después la FIFA nos invitó a todos a
hablar de leyes y de artículos, y nos olvidamos que lo importante era la
esponja.
Y
entonces un día aparece un chico enfermo. Como en su día un mono enfermo se
mantuvo erguido y empezó la historia del hombre. Esta vez ha sido un chico
rosarino con capacidades diferentes. Inhabilitado para decir dos frases
seguidas, visiblemente antisocial, incapaz de casi todo lo relacionado con la
picaresca humana. Pero con un talento asombroso para mantener en su poder algo
redondo e inflado y llevarlo hasta un tejido de red al final de una llanura
verde.
Si
lo dejaran, no haría otra cosa. Llevar esa esfera blanca a los tres palos todo
el tiempo, como Sísifo. Una y otra vez. Guardiola dijo, después de los cinco
goles en un solo partido:
—El
día que él quiera hará seis.
No
fue un elogio, fue la expresión objetiva del síntoma. Lionel Messi es un
enfermo. Es una enfermedad rara que me emociona, porque yo amaba a Totín y
ahora él es el último hombre perro. Y es por constatar en detalle esa
enfermedad, por verla evolucionar cada sábado, que sigo en Barcelona aunque
prefiera vivir en otra parte.
Cada
vez que subo las escaleras internas del Camp Nou y de pronto veo el fulgor del
pasto iluminado, en ese momento que siempre nos recuerda a la infancia, digo lo
mismo para mis adentros: hay que tener mucha suerte, Jorge, para que te guste
mucho un deporte y te toque ser contemporáneo de su mejor versión, y,
trascartón, que la cancha te quede tan cerca.
Disfruto
esta doble fortuna. La atesoro, tengo nostalgia del presente cada vez que juega
Messi. Soy hincha fanático de este lugar en el mundo y de este tiempo
histórico. Porque, me parece a mí, en el Juicio Final estaremos todos los
humanos que han sido y seremos, y se formará un corro para hablar de fútbol, y
uno dirá: yo estudié en Amsterdam en el 73, otro dirá: yo era arquitecto en São
Paulo en el 62, y otro: yo ya era adolescente en Nápoles en el 87, y mi padre
dirá: yo viajé a Montevideo en el 67, y uno más atrás: yo escuché el silencio
del Maracaná en el 50.
Todos
contarán sus batallas con orgullo hasta altas horas. Y cuando ya no quede nadie
por hablar, me pondré de pie y diré despacio: yo vivía en Barcelona en los
tiempos del hombre perro. Y no volará una mosca. Se hará silencio. Todos los
demás bajarán la cabeza. Y aparecerá Dios, vestido de Juicio Final, y
señalándome dirá: tú, el gordito, estás salvado. Todos los demás, a las duchas.
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